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Diplomacia y origen

Por Redacción
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jueves 26 de julio de 2012, 23:21h

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Es 1944 y el poeta mexicano Octavio Paz es un hombre de 30 años quien vive en San Francisco, donde es becario de la Guggenheim y presta sus servicios como empleado en el consulado de su país.  En octubre de ese año, Paz ingresa al Servicio Diplomático como canciller de tercera. Comienza así una carrera de cerca de un cuarto de siglo en la representación de su país en el extranjero, misma que terminará abruptamente con la renuncia de Paz en 1968, después de la sangrienta represión de una protesta estudiantil en la Ciudad de México, ordenada, como se sabe, por el gobierno del presidente Díaz Ordaz: lo que se conoce como la Masacre de Tlatelolco.

 

Pero volvamos a mediados de siglo. Entre abril y junio del próximo año, Paz es el corresponsal de una revista mexicana, Mañana, interesada en conocer los pormenores de las negociaciones diplomáticas que en octubre de 1945 cristalizarían en la fundación de la Organización de las Naciones Unidas. Como en varios momentos de su biografía, el autor se las arregla para ser testigo de la construcción de verdaderos hitos, en este caso la mismísima ONU, en el contexto de la posguerra y el planteamiento de un cierto tipo de nuevo orden, digamos.

Y es ahora cuando llegamos al momento que más nos interesa. Paz escribe seis artículos acerca de la conferencia mundial, un material que citamos en una de sus partes más llamativas: “Ahora empieza una nueva era; el Estado nacional depende cada vez más de los otros Estados y ya no es posible hablar de una política nacionalista sin demagogia. No es que esté en crisis la nación; el que muere es el Estado nacional”, escribe el poeta.

Primero la ironía: está por fundarse la ONU, una congregación de Estados que para sus más entusiastas intérpretes representa la siempre aplazada unión del “Género Humano”. Sin embargo, un poeta mexicano en funciones de diplomático y de intrépido periodista, se dedica a firmar, desde el Imperio por antonomasia, el acta de defunción de los Estados nacionales.

¿Cuántos años han pasado desde entonces? La ironía se recrudece si pensamos en los nuevos países que se han formado a partir de aquella fecha, cuando las palabras de Paz no dejan de repetirse en los más variados contextos: los Estados-nación son un estorbo y desde las tribunas más prestigiadas se repite que la patria huele a rancio. Mientras tanto, con el apoyo de activistas cosmopolitas que no dejan de clamar contra Israel, la Autoridad Nacional Palestina busca el reconocimiento de sus representaciones diplomáticas por el mundo. Diplomacia para delimitar unas fronteras especialmente conflictivas, no para disolverlas (como debería estar claro).

En 1990, aquel joven que llamaba a la puerta de la modernidad habría de recibir el Premio Nobel de Literatura, “por una apasionada escritura con amplios horizontes, caracterizada por la inteligencia sensorial y la integridad humanística”, como bien dijo en su momento la Academia (atención al adjetivo) Sueca. Una escritura que, sin perjuicio de las numerosas traducciones a las cuales se ha visto sometida, fue concebida en su momento en una lengua nacional, el español: “Y quizás el poeta que logre condensar y concentrar todos los conflictos de nuestra nación en un héroe mítico no sólo exprese a México sino, lo que es más importante, contribuya a crearlo”, escribió Paz en 1942.

En estos días, cuando está por arder la llama olímpica, vale la pena reflexionar acerca de los Estados nacionales y los señalamientos de quienes los reclaman como piezas óptimas para el museo; todo en nombre del cosmopolitismo, uno de los tantos nombres que adopta en nuestros días el turismo de los mochileros o de los diplomáticos. El pintoresco viaje, sin embargo, remite a un determinado punto de partida: un pedazo de tierra cuyas características están emparentadas con la historia, siempre convulsa, lista para arrastrar en su cauce brutal a quien no sea capaz de aprehender su origen.

 

Manuel Llanes

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