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Papel arrugado

Por Redacción
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lunes 17 de marzo de 2014, 00:49h

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La fecha límite de entrega se acercaba y, como es lógico, me esforzaba por tener la investigación acabada esa misma mañana. Una de tantas, nada en especial. No tenía tutorías y se respiraba tranquilidad por los pasillos de la facultad. Todo apuntaba a que sería otra monótona y parda mañana de teclado y café. El destino pronto me demostraría que la investigación tendría que cerrarse otro día. Hagamos para ello,  por un momento, presente del pasado.

 

El estudiante espera frente a mi mesa sin decir palabra. La casualidad quiso que al mismo tiempo que le ofrecía asiento sonara el teléfono. El estridente sonido, así como el hábito de acudir a su llamada sin sopesar otros factores, me hace descolgar sin respetar el turno que el alumno se había ganado al llamar a la puerta minutos antes de que el interlocutor marcara la extensión de mi despacho. Me justifico pensando que la llamada durará menos de un minuto, requerimientos burocráticos a los que responder con monosílabos, pero parece que va para largo: asuntos de otra investigación en curso, de nuevo, nada en especial. Mientras asiento estúpidamente en silencio al teléfono, percibo una cierta intranquilidad en los ojos que me esperan. Algo que me hace creer que el tema que lo ha traído a mi mesa va más allá de las típicas dudas de clase o la necesidad de corroborar el número de páginas de alguno de los trabajos. Recordando la diferencia que existe entre lo urgente y lo importante, me disculpo con mi colega atropellando su discurso y cuelgo tras prometerle una llamada en unos minutos. “Perdona la distracción”, anuncio al paciente alumno que, ahora que tiene toda mi atención, no encuentra por dónde empezar.

Ahorraré al lector más detalles sobre aquel día, que bien pudo haber sido ayer como el año pasado. Habiendo sembrado el escenario sobre el que discurrió aquella peculiar tutoría, iré al grano. Ese estudiante vino a mí porque había perdido recientemente a su abuelo, y entre sus cosas encontró algo que le hizo comprender por qué días antes no paraba de repetirle que se sentía como un papel arrugado. En su cartera había un papel, cuidadosamente doblado, posiblemente procedente de un calendario, que en letra de imprenta así decía:

Mi carácter impulsivo me hacía estallar en cólera a la menor provocación. La mayoría de las veces, después de uno de estos incidentes, me sentía avergonzado y me esforzaba por consolar a quien había dañado. Un día mi consejero, que me vio dando excusas después de una explosión de ira, me entregó un papel liso y me dijo. “Estrújalo”. Asombrado, obedecí e hice una bola con el papel. Luego me dijo: “Ahora déjalo como estaba antes”. Por supuesto que no pude dejarlo como estaba. Por más que lo intenté, el papel quedó lleno de arrugas. Entonces habló: “El corazón de las personas es como ese papel. La impresión que dejas en ese corazón que lastimas, será tan difícil de borrar como esas arrugas en el papel. Porque, aunque intentemos enmendar el error, ya estará marcado”.

No era la primera vez que escuchaba esa metáfora, pero desde entonces la recuerdo casi tanto como al desolado nieto que ante mí se desahogó disfrazado de estudiante. Hablamos largamente; ya nada más importaba ese día. Pasó otra compañera pidiéndome consejo para un proyecto, otro más, tampoco nada en especial, pero la despaché tan bruscamente que al día siguiente tuve la necesidad de justificar, grosso modo, el motivo de mi tosquedad. Hablamos de la vida y la muerte, del todo y la nada, estableciendo una conexión que hizo que la universidad, como institución de enseñanza formal, se desdibujara con cada palabra que compartíamos, como si las paredes del despacho fueran cera quemada, dejando tras ellas la esencia de la educación en estado puro.

La tutoría se selló con un abrazo, pero el tema seguía rondando en mi cabeza y pesaba en mi corazón. Quería hacerle ver que las arrugas de la vida son inevitables y no estaba seguro de haberlo conseguido. Todos nos arrugamos, pero no por ello nos marchitamos. Las arrugas nos imprimen carácter y no tienen que ser necesariamente perjudiciales. La madurez no reside en eliminar nuestro pasado, sino en aprender de él, aciertos y errores incluidos. Recordé entonces otra historia en la que una persona mostraba un billete y le preguntaba a otra si lo quería. Ante la esperada respuesta afirmativa, la primera cogía de nuevo el billete y tras arrugarlo a conciencia volvía a realizar la misma pregunta. El valor de una persona no puede determinarse por lo mucho o poco que haya sufrido, sino por la manera en la que afronta el camino que su esfuerzo, sus decisiones, y en cierta manera también los surcos del azar, ponen a sus pies. No podemos elegir las cartas del destino, pero sí la jugada.

Volví a quedar con el alumno, esta vez fui yo quien buscó la cita. Seguimos la conversación donde la dejamos y compartimos impresiones sobre esta nueva metáfora y sobre cómo nos sentíamos desde la última vez. El tiempo todo lo cura, solemos decir, pero las palabras también ayudan cuando se convierten en bálsamo de sentimientos. Fue entonces cuando hablamos de la posibilidad de escribir algo sobre nuestro encuentro. Algo que al lector sirviera para entender mejor sus propias arrugas, pero que además le impulsara a acercarse a sus seres queridos para hablar de ciertos temas que suelen postergarse una y otra vez, hasta que ya es demasiado tarde. De ahí estas humildes pero sinceras palabras, nacidas en un frío despacho universitario entre anodinas investigaciones que a pocos importan.

Ese día el estudiante se convirtió en maestro, recordándome que dentro de todo educador habita una pequeña Momo. Son esos momentos los que reafirman mi creencia de que la educación no es sino un baile entre almas, y que la educación superior es precisamente “superior” por algo que no se reduce a informes de rendimiento ni demás zarandajas parecidas. Hasta el fin de mis días quedará esta improvisada tutoría en mi corazón, como algo muy especial, una entre un millón, una arruga más.

 

José Luis González Geraldo

https://www.facebook.com/joseluis.ggeraldo

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