Si desaparecieran todos los insectos de la Tierra, en menos de cincuenta años desaparecería toda la vida del planeta. En cambio, si todos los seres humanos desapareciéramos, bastarían esos mismos cincuenta años para que todas las otras especies florecieran. Este pensamiento, del descubridor de la vacuna contra la poliomielitis, Jonas Salk, ha de servirnos para darnos cuenta de la insignificancia de nuestras múltiples crisis cuando las comparamos con la crisis que nosotros mismos representamos al comportarnos como parásitos.
No hace demasiado, la prestigiosa revista Nature publicó un artículo firmado por más de una veintena de científicos que alertaban sobre el peligro de alcanzar un punto de no retorno que nos llevaría, irremediablemente, al colapso planetario. Un inevitable fallo sistémico provocado por quien debería ser su mayor garante: el ser humano. Por si a alguien le queda todavía alguna duda, otro reciente estudio afirma con una certeza del 99,999% que sin nosotros la temperatura media de los últimos 60 años no sería tan alta como la que hoy -y al menos de momento- todavía disfrutamos. Con todo, la fecha de caducidad de los combustibles fósiles unida al crecimiento exponencial de la población mundial son los dos grandes retos a los que deberíamos estar enfrentándonos sin demora. Sin embargo, el silencio de las acciones llevadas a cabo es tan aplastante que sorprende lo poco que escuchamos el tictac del reloj que, incansablemente, agota el tiempo que nos queda para hacer algo al respecto.
Este último punto, el peligroso aumento descontrolado de los habitantes del planeta, es precisamente el argumento de la serie británica “Utopía”. En ella, y desde las sombras, un grupo de concienciados mandamases toma una impactante decisión: esterilizar a la mayoría de la especie humana con el objetivo de reducir su número y permitir que los pocos descendientes que vayan quedando disfruten de los ya escasos recursos. La polémica está servida: ¿radical eugenesia o resignada extinción? Todo sin que el truco se vea demasiado, pues nadie habla de cambiar de juego -y de ritmo de vida- sino simplemente de número de jugadores.
Volviendo a la realidad, los datos tampoco nos aclaran si esta arriesgada maniobra sería estrictamente necesaria. Mientras algunas estimaciones cifran la población mundial en más 9.500 millones de personas para 2050, otros estudios concluyen que nuestro planeta, llegado el año 2100, conseguirá estabilizar el número de habitantes en torno a los 6.200-15.800 milloncejos. Como vemos, en el peor de los casos podríamos ser algo menos de los 7.000 millones que hoy correteamos por la faz del planeta.
Sea como fuere, y viendo cómo casi el 50% de la riqueza mundial está en poder del 1% de la población, algo que no tiene pinta de mejorar ni a corto ni a largo plazo, entenderán que no me haga demasiadas ilusiones. A la metáfora de los cuartos de baño anunciada por el visionario Isaac Asimov, en la que metafóricamente nos avisó del peligro de no disponer de suficientes retretes para todos los habitantes de la casa llamada Tierra, hay que añadirle una nueva variable: la llave del servicio para ejecutivos. Atendiendo a los datos expuestos, quizás algunos no tarden en verse obligados a hacer sus necesidades en el florero antes de ser desahuciados, pero todo apunta a que pase lo que pase otros pocos podrán seguir defecando -pues ellos nunca cagan- en preciosos aseos que nada tienen que ver con los de la famosa escena de la película Trainspotting.
Sigamos, pues, cual caballo de picador, viendo sólo lo que nos dejan mirar, si es que acaso nos dejan. Así, a no mucho tardar, lo único que podrán atisbar nuestros bisnietos será el final de una especie que por no haber sabido actuar responsablemente a tiempo quizá mereció ser erradicada mucho antes. ¡No va más!, y nosotros seguimos con nuestras minucias y nimiedades. De seguir con los brazos cruzados, esta vez ni siquiera la banca podrá ganar.
José Luis González Geraldo
https://www.facebook.com/joseluis.ggeraldo
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