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El virus animalista

El virus animalista

Por Redacción
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localcuencanewses/5/5/16
sábado 01 de noviembre de 2014, 09:09h

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Octubre de 2014 se recordará como el mes en que se diagnosticó el primer caso de contagio por ébola fuera de África. Superado un inicial desconcierto salpicado de ineptitudes, acaso más políticas que médicas, y vencido el mes y el virus, es un hecho que el sistema sanitario español he respondido con eficacia ante una situación de emergencia inédita en nuestro entorno. Con todo, el curso de los acontecimientos estuvo infectado por otro tipo de virus que nos resulta mucho más conocido y que se propaga indiscriminadamente a través de los medios de comunicación. Es el virus del tole-tole, del siseo, de la opinión gratuita y deletérea, que contamina una sociedad ya de por sí endeble y muy propensa a hostigarse.

 

 

En la intrahistoria del caso de ébola en España apareció accidentalmente un perro con nombre de espada legendaria, cuyo sacrificio, que no «asesinato», desató un aluvión de protestas y manifestaciones que se saldarían finalmente con violencia y algunos heridos. Que el asunto Excálibur no fuera marginal, es decir, que no estuviera en el margen o que no resultara secundario, es una muestra de esa endeblez a la que me refería, y el resultado previsible de desdibujar el criterio de especie mediante un proceso de igualación enteramente inadmisible. Dicho proceso podría resumirse en aquella máxima que viera la luz en 1993 con ocasión de la publicación del Proyecto Gran Simio: «la Igualdad más allá de la Humanidad». Sus principales impulsores, Paola Cavalieri y Peter Singer, aseguraban entonces que «aunque espléndidamente diferentes, estos animales son como nosotros». Persuadidos de esa infundada igualación, una serie de especialistas de todo el mundo, entre ellos los afamados Goodall, Dawkins o Nishida, se propusieron extender el ideal de igualdad moral, de libertad y de prohibición de la tortura a todos los grandes simios (chimpancés gorilas y orangutanes). Unos años antes, en 1978, ya se había aprobado la Declaración Universal de los Derechos de los Animales, proclamada por la Liga Internacional de los Derechos del Animal y reconocida posteriormente por la UNESCO. A partir de ahí hemos ido observando el progresivo auge de una ideología animalista que no distingue entre hombres y animales y que exagera sin control semejanzas y parecidos. En ese sentido, se habla de tiranía, de esclavismo, de liberación, de derechos o de ética animal, cuando en realidad estos conceptos pertenecen exclusivamente a categorías humanas. ¿Puede ser la conducta de un gato, o de un besugo, ética? ¿Cómo podría un caballo ejercer el derecho al voto? ¿Debería una mosca tener libertad de expresión? ¿Tendría algún sentido conceder a las ranas el derecho de asociación? ¿Y a los camellos y loros la libertad de prensa? Y así podría estar escribiendo líneas y líneas repletas de disparates e imbecilidades, puesto que resulta del todo ridículo o risible pensar que los derechos y libertades no sean siempre de algo o para algo y ejercidos únicamente por humanos.

Sin soslayar o negar en modo alguno el evolucionismo darwiniano, que ya demostró en el siglo XIX que no media un gran abismo evolutivo entre animales y hombres, ni tampoco los avances en el campo de la etología de los últimos cincuenta años, que reconocen en determinados animales un carácter raciomorfo y prueban que la conducta animal y humana son en cierto modo equiparables, conviene oponerse con toda rotundidad a esa indistinción animalista. De lo contrario, igualados hombres y animales, qué razón habría, por ejemplo, para mantener la ganadería, para continuar con la investigación en biomedicina o para no ser vegetariano. El armonismo natural que nos plantean es pura ficción, pura fábula ecologista. Entre hombres y animales la distinción positiva radica en el hecho mismo de que los hombres, desde sus orígenes, se desarrollaron en permanente confrontación con los animales hasta llegar a dominarlos. Fue, en otras palabras, un progreso dado en disputa con aquellos animales que aún hoy podemos ver dibujados en algunas cavernas. Y sólo desde que se hiciera efectivo ese control o domesticación de los animales es posible hablar de personas, de modo que quien sostenga hoy que es o que se siente como un animal, deja inmediatamente de ser hombre. Sólo un profundo ignorante o un indolente intelectual no reconocerían esta realidad dialéctica.

Véase reflejado parte de lo dicho en los manifiestos a favor del perro Excálibur que inundaron los medios de comunicación durante varios días. «Todos somos Excálibur» se convirtió en el lema principal y más repetido de este último brote animalista en España, lo cual no deja de ser sintomático porque sitúa por principio a protectores y perro en un estatus de equivalencia. Nada hay que distinga la vida de Teresa Romero, en tanto que persona, de la de su mascota. Además de este igualitarismo inconsistente, los torpes argumentos que fueron desgranando los acérrimos defensores del can adolecían también de graves contradicciones internas. Así, por ejemplo, cuando pedían que «le hagan las pruebas» o insistían en que «hay que investigar al animal, porque puede ser importante a nivel científico», olvidaban que eso queda terminantemente prohibido, como mínimo, en los artículos 2º y 4º de la mencionada Declaración Universal de los Derechos de los Animales.

 

La ideología animalista consiste básicamente en tomar el sentimiento de empatía –el poner en el animal lo que está en mí– como justificación y apología de una supuesta igualdad entre hombres y animales. Sin embargo, hacer que prevalezca este mecanismo psicológico, aun de modo bienintencionado, difumina lo que nos distingue de los animales y resulta completamente ambiguo, arbitrario y, a la postre, peligroso. Cabría recordar aquí las palabras de Ingrid Newkirk, presidenta de PETA (Personas por el Trato Ético de los Animales), quien aseguraba en una publicación titulada El Holocausto en su plato que: «En los campos de concentración 6 millones de judíos fueron aniquilados pero 6 mil millones de gallinas morirán este año en mataderos». Si un judío, o un negro, o un asiático, o un caucásico, no son nada distinto a una gallina, qué razón podría haber para no exterminarlos. Lo cierto es que una gallina o un perro no dejarán nunca de ser una gallina o un perro, por más que yo los quiera o me sienta «identificado» con ellos, con su sufrimiento o con sus emociones. Por lo demás, sobraría emplear este psicologismo como fundamento ideológico para evitar el maltrato animal, dado que la realidad es más contundente y quien maltrata hoy a un animal es quien se sale de la norma (de lo normal, diríamos).

Esta ideología animalista, en su obstinada pretensión de romper una cierta unidad de la especie humana, convencional pero necesaria, acaba transformándose en un virus cuya su impregnación en nuestra sociedad actual es palmaria, por lo que el antídoto se antoja aún lejano.

 

Francisco Javier Fernández Curtiella.

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