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Maestro de maestros

Por Redacción
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localcuencanewses/5/5/16
lunes 16 de febrero de 2015, 00:14h

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Cortés y educado, el maestro nos recibió fuera de la clase, tratándonos con el mismo tacto que hubiera dedicado a cualquier dignatario. Nada de extrañar para quien sabía que nosotros, sus estudiantes, siempre le merecimos la mayor de las estimas. Dentro del aula el maestro desaparecía para convertirse en un camarada más, deseoso de ganarse el afecto con el que pretendía ayudarnos a crecer intelectualmente, por supuesto, pero también como personas.

La finalidad de la educación no tenía secretos para él. Sabía que su empresa era la forja de hombres y mujeres nuevos que conseguirían, con el tiempo, una España nueva. Para el maestro, ir a clase sin ganas de discutir, de preguntar, de meterse en camisas de once varas y de cuestionarse hasta la más profunda de las propias creencias no era otra cosa sino mera instrucción. La educación, santo sacramento para él, era algo infinitamente más complejo y costoso. La inteligencia da luz, pero no calor, honestidad o generosidad, solía repetirnos.

 

Sus clases eran nuestras, y nunca infravaloró ninguna de nuestras aportaciones. Incluso las más absurdas eran para él una buena excusa para el debate. El método socrático se convertía así en la metodología de partida predominante. Temeroso de las peroratas, huía de la retórica vacía y se centraba en enseñar verbos, acciones, y no solamente hechos consumados.

Nunca pasó asistencia, e incluso el primer día nos invitó a marcharnos a otras clases que bien pudieran haber encontrado más gratificantes aquellos que, como intuía, estaban más preocupados por la nota que por el aprendizaje. Los exámenes, formalidad vituperable por lo vana, brevísima, malsana y perturbadora, dejaron de ser el epicentro del proceso de enseñanza-aprendizaje. No recuerdo bien la asignatura que nos impartió y, en verdad, nada importa. Sus enseñanzas no podían encorsetarse en contenidos pues educaba para la vida. Pocos maestros como él supieron ver la necesidad de que sus estudiantes, lejos de ser diccionarios vivientes, acabaran el periplo universitario con pocas pero firmes ideas propias, claras y valederas para su porvenir.

Quizá por extravagante, quizá por miedo a no estar a la altura, sus clases no solían estar abarrotadas. En ellas se formaba un ambiente íntimo, en verdad familiar, donde no era raro encontrar alumnos que, sin estar matriculados o habiendo ya cursado dicha asignatura, querían volver a escuchar al maestro por puro placer.

Recuerdo que llevábamos un diario con cuya lectura solíamos comenzar las clases. Clases que se esfumaban como si los minutos duraran menos en su presencia. En los días de frío la chimenea nos permitía quedarnos un poco más, hasta que el bedel nos anunciaba el momento del cierre del edificio y la inevitable finalización de la sesión. Aun así, la clase no terminaba en ese momento pues los estudiantes acompañábamos al maestro hasta la salida, conversando, aprendiendo, despertando. En más de una ocasión las aceras nos sirvieron de aula y las farolas, ya de noche, nos regalaron algunos minutos más de su presencia. El sillón de la cátedra siempre le quedó pequeño.

Llegados a este punto el lector podrá intuir que los párrafos anteriores, por ciertos detalles o por exceso de perfección, no pueden ser reales. Ni lo son ni dejan de serlo. No lo son porque nunca tuve la suerte de vivir esos momentos, aunque sí de conocerlos. Lo son porque los hechos son verídicos, retazos de vivencias de otras personas que he tenido a bien remendar en estas líneas para redimir parte de la deuda de gratitud que nuestro país siempre tendrá con el maestro en cuestión: Francisco Giner de Los Ríos.

Este martes día 17, en el centenario de su muerte si hacemos un poco la vista gorda sobre la hora exacta de su fallecimiento, curiosamente el mismo día que su apreciado Pestalozzi, los relojes de todas las aulas de nuestro país deberían congelarse durante un minuto en honor a su obra, la educativa. Una obra lenta pero segura, una obra de paz, una obra de futuro cimentada en un profundo amor por el educando.

Pudo haber ostentado cualquier cargo que hubiera deseado, pero simple y complicadamente deseó ser Maestro o educador, que viene a ser lo mismo si apreciamos la mayúscula. Hace cien años que nos dejó, pero el eco de sus clases todavía pervive entre nosotros, incluso sin haber sido sus discípulos directamente. Su huella educativa es tan larga que nunca sabremos a quién llegará a cobijar. Por mi parte, puedo asegurar que a más de un alumno del Grado de Educación Social del campus de Cuenca. Allí, en mis clases, Giner sigue vivo.

 

José Luis González Geraldo.

https://www.facebook.com/joseluis.ggeraldo

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