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Los huesos de Cervantes o el Quijote como espejo

Los huesos de Cervantes o el Quijote como espejo

Por Redacción
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localcuencanewses/5/5/16
domingo 05 de abril de 2015, 22:55h

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Hace unas semanas saltaba una noticia de la que pronto se harían eco los medios de comunicación más influyentes de Occidente; localizados los restos óseos del ilustre don Miguel de Cervantes. El aluvión de reacciones en España tampoco se hizo esperar. Para la alcaldesa Ana Botella, el hallazgo suponía sin duda una importante contribución «a la Historia y la cultura de España». Según Miguel Carmona, candidato socialista a la alcaldía, nos hallábamos ante «un momento histórico para la ciudad, para la literatura, para la cultura y para todo el país», Muchos se empezaron a regodear pensando en pingües beneficios para las arcas de la Villa y Corte, al tiempo que se fantaseaba con las calles del madrileño barrio de Las Letras rebosantes de turistas en peregrinación hacia el Convento de las Trinitarias. Una peregrinación, eso sí, en la que lo sagrado se debería identificar con la Cultura.

 

Esta veneración ósea viene dada en función de la supuesta trascendencia universal del autor, del hombre, de don Miguel de Cervantes, y apela con suma ligereza a una pretendida inmortalidad. Es una irrefrenable devoción por la materialidad física comparable a la que a menudo envuelve los trabajos arqueológicos en los yacimientos de Atapuerca. O similar –en el caso más absurdo y ridículo que conozco– a la que rodeó el hallazgo en 2005 del Pierolapithecus catalaunicus en el vertedero de la localidad barcelonesa de Els Hostalets de Pierola. Para aquella ocasión, los huesos de Pau –«el primer catalán», según las autoridades afectas al nacionalismo– habrían de representar «un elemento clave en la evolución humana». No obstante, ni los restos óseos de Pau, ni los de Miguelón (el «el primer burgalés»), ni siquiera los del célebre alcalaíno, justificarían, en su misma materialidad física, la idea de Hombre; y menos aún la de catalán o la de burgalés.

 

Por lo demás, en el caso concreto de Cervantes, esa pretendida universalidad no radicaría en la persona sino en la obra, en el Don Quijote de la Mancha. Y precisando más, no tanto en las referencias utópicas y ucrónicas que pudieran desprenderse de las interpretaciones psicologistas o éticas de sus personajes, como en lo que subyace en una interpretación histórico-política o filosófica. Tal interpretación tiene mucho mayor alcance que los supuestos valores universales de la condición humana que pudiéramos inferir de su lectura. Sin perjuicio de su interés, valores como la locura o la sensatez, el idealismo o el realismo, la generosidad o la avaricia –y tantos otros posibles– resultan superfluos o vacíos a la hora de abordar el significado de la obra. Pese a su aparente enjundia, toda reflexión de carácter humanista viene sustentada en una idea de Hombre –y aun de Humanidad o Género Humano– que cae siempre en una vacua abstracción metafísica, puesto que el hombre, como tal, no existe sino es a través de sus distintas determinaciones históricas. La nación es una de estas determinaciones, uno de estos modos en los que cada hombre «está» en la Historia. El concepto de nación abre, además, la posibilidad de hacer una lectura del Quijote que pase de soslayo por el arbitrario psicologismo.

Detengámonos en el capítulo VII de la Segunda Parte: «Llegó Sansón [se refiere al bachiller Sansón Carrasco], socarrón famoso, y abrazándole como la vez primera, y con voz levantada, le dijo: — ¡Oh flor de la andante caballería! ¡Oh luz resplandeciente de las armas! ¡Oh honor y espejo de la nación española!». La referencia explícita a la nación española demuestra que ésta resulta ya un hecho incontrovertible en el contexto presentado por Cervantes. Si bien es cierto que por aquel entonces, en el siglo XVI, no es posible hablar aún de una nación en sentido político (como después de la Constitución de Cádiz de 1812), sí es conveniente hablar de una nación histórica cuya identidad –cuya consistencia– es la de un Imperio reconocido por el resto de naciones (Francia, Inglaterra, etc.). Ahora bien, la España que recorre el Ingenioso Hidalgo no es todavía la España moderna, la del esforzado ir y venir de navíos para el comercio con el Nuevo Mundo, la de las expediciones científicas o la de la pólvora de los arcabuces. Desde el presente de Alonso Quijano, Cervantes regresa a una España de armas blancas oxidadas, viejas armaduras, yelmos y cotas de malla; a la España anterior a Carlos I y a la llegada de Hernán Cortés a México (Nueva España).

Entonces, ¿qué puede reflejar ese «espejo de la nación española»? Acaso un decadente y esperpéntico caballero, un paranoico antihéroe moderno, un motivo de escarnio contra España. Los fracasos del Caballero de la Triste Figura son los fracasos de la nación española, deleite y regocijo para sus enemigos. Sin embargo, nuestro Quijote puede ser interpretado también como una demoledora crítica a los españoles de la época que viven en la ociosidad y la pura autocomplacencia, satisfechos con las glorias pretéritas y descuidando un Imperio que, como la Armada Invencible, empieza a hacer aguas. Al mismo tiempo, en su largo y azaroso transitar por España don Quijote nos va sugiriendo, a través de sus discursos –impropios de un desequilibrado–, una senda para la reacción. De estos discursos –«razones tan discretas que borran y deshacen sus hechos»– cabría destacar el conocido como De las armas y las letras (Primera Parte, capítulo XXXVIII). Contra la simplona, manida y muy extendida visión pacifista, Cervantes se expresa por medio del discurso cuerdo de don Quijote, conforme a la doctrina de Aristóteles según la cual «La paz es el fin de la guerra» (Política, 1334 a15), toda vez que la guerra la concibe como una verdadera actividad racional. Nos dice: «Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutarlos mucho entendimiento». Y la paz, no es una paz universal y perpetua –meta-histórica, diríamos– sino la paz política del vencedor. Una paz hispánica, a fin de cuentas.

 

Considero que recuperar estas reflexiones acerca de la nación española, que prestar atención a los discursos del Quijote –más allá del deleite que cada cual experimente en la lectura de tan magna obra–, es una tarea filosófica de primer orden, una contribución más fructífera y lo verdaderamente trascendente. En todo caso, algo mucho más importante que localizar y venerar los polvorientos huesos de su autor.

 

Francisco Javier Fernández Curtiella.

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