Desde hace muchos meses vengo observando un suceso que se repite sistemáticamente y que, día tras día, hace replantearme ciertas cosas de interés, profundas, de esas que marcan lo más hondo de tu ser. Permítanme compartirlo por si les fuera de utilidad.
Cierto día escuché que algo trágico había ocurrido justo enfrente del edificio donde trabajo. La ambulancia hizo presencia y, por los comentarios, se temía lo peor. Poco después, en el mismo sitio y abrazado cariñosamente a un poste, apareció un ramo de flores. Quizá me equivoque, pero todo apuntaba, como pueden imaginarse, hacia la pérdida de un ser querido.
Respetando el dolor ajeno, nada hace que esta historia sea distinta de otras tantas con final parecido, excepto por lo que pasó, y sigue pasando, tras aquel fatídico día. El ramo de flores -creo que de rosas- no tardó demasiado en marchitarse, pero al cansado primer ramo pronto le acompañó un segundo, tan fresco como el primero. Cuando éste perdió también su esencia vino un tercero, y un cuarto, y un quinto…
La casualidad -o el destino- ha querido que esos ramos estén en el camino que tomo para llegar al trabajo. Todos los días veo las flores. Todos los días pienso, aunque sea brevemente, en lo que realmente importa en esta vida y en el dolor, pero también amable recuerdo, que ha de rondar por el corazón de quien, sin amilanarse por el paso del tiempo, mantiene quizá una promesa.
Nunca llegué a saber realmente qué ocurrió. Unos días imagino a unos padres que añoran a su hijo, o viceversa, otros a un amante que sonríe tristemente al recordar las caricias de su pareja. De cualquier forma, esas flores, unas veces rojas y otras blancas, mantienen vivo el recuerdo de alguien que sin duda dejó una profunda huella antes de marcharse y, por ello, todavía sigue de alguna forma entre nosotros.
No conozco a las personas de esta historia, y ellos posiblemente nunca sepan que sus vidas y la mía se cruzan cada mañana. No serán conscientes de hasta qué punto esos ramos, llenos de bondad y cariño, hacen que mis acciones sean un poco más humanas y que mis clases, impartidas poco después de pasar por aquel fatídico lugar, lleven conmigo algo de la vida de quien hoy es recordado con bellas flores.
Es curioso. Hace algo más de un año una exalumna entró en el despacho para regalarme un cómic titulado “El hombre de la flor”. En él se narra silenciosa pero apasionadamente la vida de un viejo vecino que, llegando a un triste barrio gris, consigue colorear la vida de las personas ofreciendo algo tan nimio y frágil, pero también poderoso, como una simple flor. Como ya alguien ha dejado dicho, son las pequeñas cosas, hechas en infinidad de ocasiones de manera anónima y en remotos lugares, las que a la larga cambian nuestras realidades. A quien corresponda, gracias por las flores, gracias por esa humanidad, y mucho ánimo en la vida. A esa estudiante, cuyo nombre atesoro, otras tantas gracias.
Soy consciente de que la actualidad pedía a gritos escribir sobre el triunfo de la negativa griega, pero cansado de ver cómo desde los medios de comunicación todos parecen estar más interesados por Europa que por los europeos, he creído oportuno contar esta melancólica pero también esperanzada historia. Gracias a ella, mientras voy al trabajo como todo -suertudo- hijo de vecino, un ramo de flores me recuerda que todavía se puede creer en el corazón de las personas. Algo va mal, sin duda, pero ante el dolor y la adversidad, cuando se muestra nuestra verdadera cara, hay luz en el camino.
José Luis González Geraldo
https://www.facebook.com/joseluis.ggeraldo
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