Algo se mueve en educación, y nuestro vecino José Antonio Marina está de enhorabuena. Prolífico como pocos, hace meses que ya tenía preparada la salida de su libro, Despertad al Diplodocus (Ariel), cuya repercusión mediática ha sido mucho mayor al haber aceptado la propuesta del Gobierno para elaborar un Libro Blanco sobre la profesión docente. Documento que está siendo y será -cosa que me agrada hasta el extremo- uno de los pilares de debate para el próximo 20D y -espero- mucho más allá.
Sin embargo, juntar churras con merinas, valga el fácil juego de palabras, le ha salido algo caro al señor Marina. Al combinarse la salida de un trabajo preparado ya hace tiempo con la elaboración del Libro Blanco, todo ello aderezado con ideas y opiniones de otros artículos periodísticos y entrevistas radiofónicas, se ha creado un maremágnum de ideas que ha servido de caldo de cultivo para ciertas polémicas sobre algunos de los puntos de mejora propuestos por Marina. Basta señalar, como ejemplo, la idea de grabar las clases o el tema del sueldo de los maestros. Permítanme divagar sobre este último punto, con dos consideraciones previas.
De los cinco puntos de mejora propuestos por Marina: mejorar la selección y la formación, incrementar los incentivos, evitar el aislamiento y potenciar el liderazgo, me quedo con los tres primeros por su urgencia. Por un lado, es impepinable mejorar el filtro con el que se seleccionan a los futuros maestros para que accedan los mejores y más preparados, que no necesariamente son siempre los que tienen mejores notas, pues estamos ante una profesión con un claro componente vocacional. Por otro, y una vez conseguida la buena tierra donde sembrar, ofrecer una excelente formación humanística, rigurosa y sincera, que haga de esos educadores el motor de cambio que necesitamos.
Pero estos dos pilares son inútiles si no van acompañados por una campaña de revaloración del maestro. No hablo de autoridad, sobre todo de la impuesta desde arriba por decreto (potestas) sino de legitimación social desde abajo (auctoritas). Déjeme ponerles un ejemplo. Cuando me preguntan a qué me dedico siempre suelo contestar que soy maestro, sin más datos, y si la conversación sigue por esos derroteros no suelen tardar en querer saber en qué colegio trabajo. El rictus que muestran cuando les digo que trabajo en la universidad es digno de estudio. ¿Qué narices tendrá que ver el nivel educativo en el que trabaje con la dedicación y pasión que yo ponga en mi actividad diaria?, ¿es, acaso, la tarea docente del profesor de universidad tan distinta de la del maestro de primaria o infantil? Si Cossío viviera, entre otros, se desgañitaría por hacernos ver que, en verdad, nada las distingue desde un punto de vista pedagógico, y que de poco servirían los esfuerzos posteriores si no se cuenta con una buena base.
Podría estar dando mil y una razones que justificarían la importancia del maestro, pero no tenemos tiempo ni espacio. Solamente resaltar que el buen maestro no tiene precio, no se le compra con dinero, pero debe ser valorado como merece. Valiente perogrullada, pero también necesaria. La próxima vez que se encuentren a un maestro, o educador de cualquier tipo, no lo traten con desdén, y piensen que por sus manos pasa gran parte de la responsabilidad del futuro que nos espera. ¡Qué hipócritas y necios somos cuando por un lado los desprestigiamos y luego nos cuesta tan poco dejar a nuestros hijos en sus manos!
Algo se mueve en educación, en efecto, el problema es que todavía creemos en despertar al diplodocus (maestros de la vieja escuela, instituciones desfasadas, currículums de otros siglos, etc.) cuando, para nuestro beneficio y el de la vida en sociedad, más nos valdría darnos cuenta de que la extinción precede al florecimiento. Dejemos que los dinosaurios desaparezcan de la escena; no es muy prudente hacerle cosquillas a un dragón dormido.
José Luis González Geraldo
https://www.facebook.com/joseluis.ggeraldo
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