La entrevista con Duverger apareció el 4 de febrero. Pues bien, unos días más tarde, el 21 de febrero del año en curso, Guillermo Serés, catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y responsable de la edición que se preparó en la RAE de la mencionada crónica de autor supuestamente dudoso, publicó un artículo en «El País», «El verdadero autor de “La historia verdadera”», que salía enérgicamente al paso de la versión de Duverger.
En su texto, Serés no se anda por las ramas y desmiente varios de los datos dizque históricos del francés y agrega: «Con esos errores en la base de su argumentación, bien poca fe cabe prestar a las otras especulaciones de Duverger». Luego, por si fuera poco, le da la puntilla: «las inverosímiles peripecias que imagina Duverger». Y así.
Como es obvio, en esa discusión de eruditos, nosotros no tenemos nada qué decir. Ya contestará el francés a los alegatos de Serés acerca de fechas, reliquias y relatos. Sin embargo, lo que nos parece muy importante es la necesidad de replantear el papel de Cortés en los cimientos de México, ya no como un conquistador sanguinario, sediento de oro, sino como un participante muy activo de un momento muy particular de nuestra historia. En ese sentido, es trascendental lo que dice Duverger:
“Existe una versión imperfecta de Cortés. No vamos a negar que la Conquista fue un acto de violencia, conflictivo, pero hay un malentendido sobre la personalidad del conquistador, porque él no quiso destruir a los indios, sino protegerlos, y decidió instalar un mestizaje para, precisamente, poder conservar lo mejor de la cultura prehispánica”.
Le guste a sus detractores o no, Cortés forma parte de la historia de México, por más que se pretenda marginarlo del imaginario nacional. ¿A qué otra cosa equivale el acto de mostrarlo como un avaricioso asesino de tiempo completo?
En el Panteón, en Roma, pululan los romanos disfrazados de centuriones, para posar alegremente al lado de los turistas del orbe. ¿Y los integrantes de las etnias derrotadas por el Imperio Romano? En Roma quien gana la guerra obtiene también el derecho de salir en la foto del turista. No se domina una ciudad para luego obsequiarla a los enemigos.
Ahora, lector viajero, salga a dar un paseo por el Zócalo de la Ciudad de México y los alrededores de la Catedral, donde en cambio no verá barbados conquistadores ataviados a la moda del siglo XVI. En cambio, podrá atestiguar la presencia de un grupo de mexicanos disfrazados de indígenas con penachos, listos para administrar limpias y curaciones con sus hierbas y su incienso, ya sabemos que aquí y en México el misticismo no cesa.
¿Qué dirían los turistas, siempre ansiosos de una sobredosis de exotismo y tercer mundo, al ver a Hernán Cortés y los suyos en la plancha del Zócalo? La historia no está para complacernos o para no herir susceptibilidades, cada vez más delicadas.
Un libro de José Vasconcelos, constructor del Ministerio de Educación de México, dejaba muy clara su idea ante la leyenda negra antiespañola: «Hernán Cortés. Creador de la nacionalidad». En el Antiguo Colegio de San Ildefonso, antes Escuela Nacional Preparatoria, de pasillos y aulas frecuentadas por Vasconcelos, todavía puede apreciarse el mural de José Clemente Orozco que nos muestra a ese ancestro severo y temido, Cortés, al lado de la Malinche, a quien toma de la mano. He escrito «severo y temido», ¿podrá decirse, alguna vez, «respetado». El mural: hay que levantar la vista para verlo y bien puede ser que haya turistas que pasen por debajo y ni se enteren.
Manuel Llanes