Pongamos un claro ejemplo: los noticiarios de mediodía. Son muchas, demasiadas, las familias que comen frente al televisor, y no pocas las que eligen los noticiarios como telón de fondo de un momento que, en teoría, debería servir para el diálogo y el encuentro. Si usted se encuentra en este grupo, por favor, recapacite: ¿cuántas veces dejó realmente de comer por la información recibida? Todo el mundo sabe que el ser humano, ante la verdadera congoja, pierde el apetito.
Nadie negará que los noticiarios se alimentan prioritariamente de sucesos oscuros, y la cotidianidad del hábito anteriormente comentado -entre otros- nos está convirtiendo en seres duros e insensibles. Dicho en román paladino, y pidiendo perdón de antemano por una sinceridad que pudiera ser malinterpretada, que mueran un puñado de negros en un país que ni nos atreveríamos a situar en un mapa de África se ha convertido casi en el pan de cada día. Ahora bien, si cambiamos el color de piel, maquillamos la bandera del pasaporte, los metemos en un medio de transporte que solemos utilizar y eliminamos el factor religioso, algo dentro de nosotros se inquieta. Así de tristes y miopes son los quebradizos límites de la empatía.
Y todo ello, fíjense, sin entrar a dirimir la seriedad del suceso o el hecho de que, lejos de quedar en una página negra de la historia, como esperamos que ocurra con el suceso de los Alpes, tiene serias probabilidades de volver a ocurrir, tal y como demuestra el miedo que ha provocado la reciente estampida de la Universidad de Nairobi.
Sin embargo no nos queda tiempo, y a muchos quizá ni les importe, pero el valor de las vidas humanas, independientemente de los rasgos accidentales que adornen nuestras almas, merece al menos una sincera cavilación. Mañana, mientras coman, apaguen la dichosa televisión y busquen en los ojos de quien tengan enfrente, o en los suyos propios si no es el caso, qué es lo que verdaderamente nos hace humanos. Alimentemos con ello, para variar, nuestro corazón. Buen provecho.
José Luis González Geraldo.
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