Artículos de Opinión

Arte abstracto en Cuenca

Redacción | Domingo 22 de julio de 2012

Cuenca, esa bella ciudad que se agazapa entre las hoces del Júcar y el Huécar, es cita obligada para los amantes del arte abstracto. Las famosas Casas Colgadas albergan el Museo de Arte Abstracto Español, fundado en 1966 por Fernando Zóbel, y a cargo hoy día de la Fundación Juan March. Pero la ciudad también permite visitar la Fundación Antonio Pérez, ubicada en un antiguo convento de carmelitas descalzas, y que desde 1998 ofrece al público un espacio dedicado por completo al arte contemporáneo.



 

 

Caminando por las salas de ambas galerías, el visitante no puede evitar acordarse de aquel pintor, de nombre Orbaneja, del que Don Quijote contaba a Sancho que tenía que poner debajo de cada uno de sus cuadros el nombre del objeto pintado (“este es gallo”) para que los que los vieran supiesen comprenderlos.

 

En 1925, Ortega y Gasset escribió un célebre ensayo, titulado La deshumanización del arte, en que analizaba los movimientos artísticos de vanguardia. Hoy, casi cien años después, las intuiciones de Ortega siguen sorprendiéndonos por su finura.       Perdida la escala corporal, la tendencia a representar cuerpos, el arte moderno se revela como mera forma sin contenido, un ejercicio de arte por el arte, sin trascendencia alguna. Ni eleva, ni consuela, como quería Schopenhauer. No es un hombro sobre el que llorar la existencia.

 

Este arte deshumanizado es, apunta Ortega, profundamente impopular. A las masas no les gusta, porque no lo entienden. (Aunque estas mismas masas hacen cola respetuosamente para adentrarse, en silencio y sagrado recogimiento, en el museo, y así poder participar de esta cultura elitista.) Se trata, por tanto, de un arte para una minoría educada (que no necesariamente incluye al propio artista, pues el pintor sabe pintar pero no tiene por qué entender de pintura), y que ha vencido (supuestamente) la ceguera del gusto bárbaro.

 

Y la pregunta que me rondaba mientras visitaba ambas colecciones era cómo dotar de contenido a estas formas puras –creadas, es cierto, con técnicas virtuosas- que aparecían dentro de mi campo visual. La única respuesta que alcancé a darme era que el espectador ha de rellenar ese vacío externamente, es decir, sociológicamente. Echando mano a la historia. Este arte constituye, en cierto modo, una burla del arte anterior y, por tanto, uno debe mirarlo bajo la óptica de lo que está negando. El arte contemporáneo es la negación de la tradición. Sólo así uno podrá valorar composiciones como, por ejemplo, el Cuadrado negro de Malévich (recientemente en el Prado, dentro de la exposición sobre el Hermitage). Aunque cualquier cuadro exige una mirada educada, un cuadro sin cuerpos reconocibles exige una mirada mucho más cultivada.

 

La historia de la pintura occidental muestra, siguiendo a Ortega, cómo se ha ido pasando de pintar cosas a pintar ideas. Al igual que en la historia del pensamiento, paulatinamente se ha ido reconociendo el lado activo del sujeto frente al objeto contemplativo. Desde los orígenes, desde Giotto, que pintaba bultos, asistimos a un movimiento –se percata Ortega- en el punto de vista del pintor. En el Renacimiento, los cuerpos en perspectiva quedan enmarcados en grandes arquitecturas; pero, según avanzamos hacia el Barroco, la carne comienza a estilizarse, a evaporarse (como ocurre en el Greco). Será el revolucionario Velázquez quien pinte por vez primera el aire, el hueco, gracias al tratamiento del claroscuro aprendido de la escuela de Caravaggio o Ribera. Pero, conforme sigamos avanzando en el tiempo, el punto de vista del pintor continuará retrayéndose del objeto al sujeto, y los impresionistas ya no pintaran cosas sino el mirar mismo, un campo visual de sensaciones y pigmentos. Entrado el siglo XX, expresionistas y cubistas harán incluso abstracción de la sensación y se quedarán en la pura geometría abstracta, en áreas y volúmenes sin ingrediente humano.

 

Llegamos, por tanto, a una suerte de paradoja. El arte moderno o contemporáneo es curiosamente el que más necesita de la tradición para una adecuada comprensión. El espectador ha de saber reconocer todo lo que el pintor no está precisamente pintando. Y esta obligada referencia histórica es, a mi entender, lo que lo hace más particular y vulnerable, menos eterno y universal. Aunque cualquier obra pide conocer un mínimo de las coordenadas históricas en que fue elaborada, el arte de nuestro tiempo parece exigir un conocimiento mucho mayor, dado que consiste en formas vacías.

 

Lo que diferencia la ciencia del arte es que mientras que el autor de un teorema puede ser puesto entre paréntesis (poco importa que Pitágoras sea el autor de su célebre teorema para que el cuadrado de la hipotenusa sea igual a la suma de los cuadrados de los catetos), el autor de un poema o, en general, de un cuadro impregna sin posibilidad de segregación su propia obra. Pero una obra de arte puede aspirar a cierta dosis de “verdad” si su autor consigue transmitirnos, por encima de su biografía y de su época, algo que sea común al resto de hombres.

 

Y el problema es que un chimpancé, situado ante un caballete y provisto de pinceles y botes de pintura, puede pintar un cuadro de pintura abstracta y aun engañar a críticos de arte, haciéndoles creer, como se lo hizo creer Desmond Morris, que ese cuadro era obra de un famosísimo pintor (lo que no significa, como señala el filósofo Gustavo Bueno con ironía, que ese chimpancé sea un artista digno de figurar en la historia de la pintura, sino que hay pintores y críticos de pintura que se mueven a la escala del chimpancé).

 

No queremos con esto desvalorar esos fetiches que pueblan las paredes de los museos de arte abstracto, esos cuadros saliéndose del propio cuadro entre telas rasgadas y grumos de pintura (excuso decir nombres), sino simplemente valorarlos en su justa medida. No como emanaciones de un espíritu creador, sino como creaciones materiales incardinadas en la historia, como productos de una sociedad globalizada que prácticamente ha roturado ya todos sus medios de expresión. Creaciones humanas, demasiado humanas.

 

Carlos Madrid Casado