Poco pan y mucho circo

Benditos ignorantes

Redacción | Domingo 29 de mayo de 2016

Entraré al juego, que estoy retozón, y durante los siguientes párrafos dejaré que me alisten en la ridículamente acuñada “Secta Pedagógica” o, según otros, en el bando de los pedabobos, psicopedalocos o como quieran llamarnos. Siempre bajo el movimiento, cada vez más evidente, de la antipedagogía.

Todo a raíz de la reciente publicación -y dueto de marketing- de dos obras claramente incendiarias: La conjura de los ignorantes, de Ricardo Moreno Castillo, y Contra la nueva educación, de Alberto Royo. Ensayos dirigidos a la yugular de la pedagogía que buscan demostrar la falta de rigurosidad científica de sus principios, la vacuidad de nuestro vocabulario y la necedad de quienes, entre otras muchas lindezas, consideran dañinos vendedores de humo.

No creo que haya sido casualidad que este mismo año tuviera en mi página de Facebook el comentario de un profesor de instituto -bastión de la antipedagogía- que partiera de esas mismas premisas. Tras el cataclismo posmoderno, donde cualquier asidero parecía una ilusión, tenemos un renacimiento del cansino “back to basics” donde la calidad queda supeditada a la autoridad más rancia -porque yo lo mando, que para eso como huevos- e incluso a la severidad propia de esa letra que, en su afán por entrar, hace sangrar a borbotones. El contenido, como fin, justifica los medios, y si la pedagogía se entromete, a la picota sin compasión.

He comenzado a leer la obra de Moreno, que encuentro tan divertida como maniquea, y me voy a permitir coincidir con el autor para darle una lección de pedagogía de esas que le resbalan con tanta facilidad. Algo fútil, sin duda, pues no creo que nunca la lea al temer la urticaria que sin duda le provocará mi jerga, pero si los azares del destino pusieran estas letras en sus manos le rogaría que me prestara brevemente sus oídos, pero sobre todo su alma. Ya ve, don Ricardo, así de empalagosos somos algunos por la secta. Verá como pronto entiende el porqué.

Dice el autor que leer sobre el amor no tiene consecuencias significativas en la competencia -capacidades, destrezas, habilidades, actitudes, aptitudes… por usar esas palabrejas que tanto le gustan- que una persona demuestre para ligar y que: “Para quien tiene encanto personal esa bibliografía es superflua, para quien es un cardo borriquero es inútil”. De igual forma llega a la conclusión de que a enseñar se aprende observando cómo enseñan otros, y que pese a que hay bellas páginas escritas sobre la enseñanza nadie va a ser mejor profesor por leerlas. Un posicionamiento demasiado determinista para quien defiende a ultranza el método científico y, con él, doy por hecho, la incertidumbre que subyace a todo paradigma e incluso a la propia ciencia.

Ya sé que le parecerá una locura, querido Ricardo, pero imagine por un segundo que sí, que la pedagogía sirve para que otros aprendan, cambien su manera de actuar en clase y, con ella, el aprendizaje de sus alumnos. ¿Bastaría para que usted le otorgara el tan preciado galardón de ciencia? Muy probablemente no, pero no se preocupe; en mí no encontrará una cerrada defensa de la ciencia en la que creo y profeso. La razón es bien sencilla: en el fondo me importa un bledo donde tengan a bien ubicarla.

Mientras gracias a la pedagogía pueda conectar con mis estudiantes y ayudar a otros compañeros a que hagan lo mismo; mientras que siguiendo unas claras directrices pueda hacer que la vida de otras personas, futuros educadores la gran mayoría, sea algo mejor que si yo no hubiera respirado a su lado; mientras que la pasión que pongo en mis clases arda tanto que sus rescoldos prendan en uno solo de mis estudiantes, todo habrá valido la pena independientemente de si la pedagogía es considerada o no una ciencia. Ayer no, hoy sí, mañana tal vez… la margarita de sus argumentos, acompañada del sesgo de la historia, no le restan ni un ápice de belleza a nuestra labor. Quizá esa sea su mayor virtud, propia de un verdadero arte, pues antes de científico todo docente debería ser artista. Sentipensantemente pedagógicos, estimado Ricardo. ¿Es lo suficientemente acaramelado y alambicado mi lenguaje para que me permita seguir en la secta? Por el bien de mis estudiantes, y de las personas a las que ellos llegarán, espero que sí.

No se trata de si la enseñanza puede mejorarse con lo que otros nos digan, compañeros educadores, sino de cómo puede mejorarse con lo que otros nos hagan sentir. Todo saber, el pedagógico incluido, puede transmitirse y dejar huella, pero la sabiduría es algo cualitativamente distinto y ahí está el verdadero legado del educador, que no solamente pedagogo. La sabiduría, como decía Ortega y Gasset, se contagia. Es cuestión de ser, no de saber, ni tampoco de saber hacer. Lástima que algunos sean inmunes a esta “enfermedad”. Benditos ignorantes aquellos que amen a sus estudiantes por encima del conocimiento que, sin duda, deben adquirir.

 

José Luis González Geraldo

https://www.facebook.com/joseluis.ggeraldo