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La hora del maestro

Por Redacción
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lunes 18 de marzo de 2013, 09:31h

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El viernes pasado, mientras viajaba a Madrid en tren, leí con menos pasmo que tristeza la noticia que ponía sobre la mesa algo que todos sabíamos: la selección y formación del profesorado ha de mejorarse, y mucho. Pero no todo es tan simple; no cacemos moscas a cañonazos y veamos las cosas tal y como son.

La gota final ha sido un anecdotario en el que se recogieron los errores de los aspirantes a maestro en Madrid, 2011. Albacete y Ciudad Real como provincias andaluzas, gallina como mamífero, “deriban”, “veverlo”, “gerarquia”, “conduzta”, “Nabarra”, etc. Éstas son sólo algunas de las perlas que ponen a futuros maestros por debajo del nivel de un niño de Primaria.

La casualidad quiso que todo ocurriera el mismo día que acudía a la celebración del centenario de la Liga Española Pro-Derechos Humanos. Durante el acto, también se hizo entrega de las medallas de oro de la Liga. Uno de los galardonados aludió a Unamuno en su discurso y, aún pendiente de sus palabras, el eco de la comentada noticia seguía vibrando con fuerza en mi mente. No pude entonces evitar evocar mi obra favorita del aplaudido intelectual: “Amor y Pedagogía”, y concebir este artículo. En breve entenderán por qué.

 

En general, podemos observar que los fallos cometidos por los aspirantes a maestro se resumen en dos: 1) ortográficos, y 2) conceptuales. Permítanme actuar como  abogado defensor, no sólo de los citados acusados, sino también, ¡cómo no!, de la verdad.

En cuanto al primer grupo, y en aras de la brevedad, llamaré a un único testigo: Pestalozzi. Todo docente deberá reconocerle el derecho a ser una de las figuras más importantes de la Historia de la Educación. Lo que posiblemente no se sepa es la cantidad de horribles faltas de ortografía que cometía, una y otra vez. Su editor reconoció este hecho abiertamente, al mismo tiempo que señalaba lo fácil que era solucionarlo y que, en verdad, lo que importaba era que sus escritos, sus ideas, fueran únicas en su clase. ¿Qué hubiera sido de Pestalozzi, y de la Pedagogía, si la censura hubiera hecho presa en él por este motivo?

Por otro lado, y en relación con el segundo grupo de errores, retomo como alegato la nivola de D. Miguel. Sí, sí… “nivola”, y no novela. Un término acuñado por el propio Unamuno y que quizá alguno crea que no existe por no encontrarse, todavía, en el “discionario”. En la obra, cuyo argumento no desvelaré para impulsar su lectura, encontramos el siguiente diálogo entre D. Avito y su hijo Apolodoro:

-   […]

-    ¿Y crees tú, hijo mío, que el que sabe más es el más listo?

-    Claro que es el más listo…

-    Puede uno saber menos y ser más listo.

-    ¿Entonces, en qué se le conoce?

-    […]

 

Interrumpiendo groseramente, yo respondería: ¡en eso, Apolodoro!, precisamente en ser un “listo” y aprovecharse de los demás en beneficio propio. Haz caso al cuasi-filósofo D. Fulgencio cuando te dice: “… no frecuentes mucho el trato con los sensatos, pues quien nunca suelte un desatino, puedes jurarlo, es tonto de remate […] sólo nos fijamos en el camino en que hay tropiezos […] ¡Hechos! ¡hechos! ¡hechos!, te dirán […] lo que por ninguna parte veo son ideas. […] Huye de los hechólogos, que la hechología es el sentido común echado a perder…”.

El problema, desde mi punto de vista, no radica exclusivamente en una insuficiente formación de los futuros maestros, sino también en una caduca e ineficaz selección de los mismos; pruebas que no saben dar respuesta a la altura de nuestro tiempo. La escuela ya no está sola a la hora de guardar, custodiar y transmitir la información y el conocimiento. Si queremos un disco duro lleno de hechos, tal y como también señaló Dickens al comienzo de su obra “Tiempos difíciles”, ya tenemos Internet. ¿Qué queremos?, buenos docentes, competentes a la hora de educar, o, por el contrario, profesionales que, como D. Avito: “Anda por mecánica, digiere por química y se hace cortar el traje por geometría proyectiva. Es lo que él dice a menudo: ”. ¿Alguno de esos sesudos compiladores de anécdotas, que es lo que son, ha oído en su vida hablar de “El maestro ignorante” de J. Rancière? ¡Pasen y lean!, señores, ¡pasen y lean!

Todo este razonamiento me obliga a preguntar: ¿Qué pasaría si conseguimos que políticos, abogados, periodistas, médicos, etc. realicen ese mismo examen? ¡Ay, amigos!… quizá no queramos conocer la respuesta, pues, ¿qué esperar de una sociedad donde la ignorancia es deseada y envidiada? Un ejemplo: ¿ven ustedes el programa “Gran Hermano”?, ¿se han dado cuenta que este año la casa está llena de libros?, ¿ven para qué sirven? No hay más pruebas ni preguntas, señoría.

Ortega y Gasset ya avisó de que la hora del maestro había llegado, pero, en este caso, no es para alegrarnos de su significativa evolución, sino para apuntar con el dedo a todos, excusándose en el error de unos pocos, desprestigiando, aún más si cabe, su encomiable labor. La ejecución del maestro público está en su apogeo, ¡líbrese quien pueda! Ingratos son aquellos que muerden la mano que les da de comer, pedagógicamente hablando.

Y a vosotros, estimados compañeros que con media sonrisa aprobáis mi discurso, os pido que no malinterpretéis mis palabras. Salgo en vuestra defensa, que es la mía, porque considero de ley no hacer pagar a justos por pecadores y que, en el fondo, despistes y dislates podemos tenerlos todos. Pero esta apología no nos sirve como patente de corso, y con la mano izquierda compenso lo que escribe mi derecha. Afirmo, con voz grave, preocupada y sin tapujos, la necesidad de purgar nuestra profesión y conseguir que sólo los mejores lleguen a ser docentes. Puede que no sean los que más saben, ni los que mejor escriben, pero espero que, como mínimo, algún día sean los que nacieron con la certeza, en lo más profundo de su corazón, de que querían y debían ser maestros. El resto siempre puede mejorarse con esfuerzo, tesón y compromiso.

Mientras tanto, mientras la docencia sea para muchos tan solo un camino fácil hacia el funcionariado, nos dirán sin parar, como el demonio familiar a D. Avito Carrascal: “caíste, caíste, y como tú caíste cae él ahora y volverá a caer y caerán los hombres todos”.

 

 

José Luis González Geraldo
Facebook.com/joseluis.ggeraldo

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