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Nostalgia por el mesías

Por Redacción
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domingo 30 de marzo de 2014, 14:00h

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El pasado 23 de marzo se cumplieron veinte años de la muerte de Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI (Partido Revolucionario Institucional) y de inmediato su presencia no se ha hecho esperar en los medios, que recuerdan la interminable polémica que significó su asesinato.

En 1994, durante su campaña a la presidencia de la República, Colosio fue ultimado por «un asesino solitario», Mario Aburto, quien desde entonces está en prisión, señalado por la versión oficial como el único autor del delito. Sin embargo, la versión de un crimen de Estado, que habría sido planeado por los mismos compañeros de partido de Colosio, así como por el presidente de aquel entonces, Carlos Salinas de Gortari, no ha dejado de ser reivindicada como verdadera.

Quien desee abundar al respecto puede leer el texto publicado en El País, «Veinte años de oportunidades perdidas» (edición del 22 de marzo de 2014), de Luis Pablo Beauregard, quien resume bastante bien los acontecimientos de la época y toma distancia frente al mito.

 

En aquellos años, mediados de los noventa, Colosio era visto por muchos sonorenses como una suerte de héroe popular quien, una vez en el poder, supuestamente vendría a renovar la región y el país. No sé si siga siendo así.

En las redes sociales es poco lo que se ha comentado acerca del malogrado candidato, a pesar de que Facebook se ha revelado como el medio ideal para el “activismo” de pretensiones políticas, así como para dar impulso a las interminables teorías de la conspiración. Sin embargo, este año alguno de sus seguidores se quejaba de las escasas menciones del nombre del fallecido político.

Digo lo anterior sin ánimos estadísticos, cuando además el reportaje de Beauregard me contradice: su texto asegura que, según encuestas cuyo origen no aclara, dos de cada tres mexicanos «opinan que hubiera sido un gran presidente de no haber sido asesinado». Además, «40% de los mexicanos dice recordar lo que hacía al momento de enterarse del magnicidio». No obstante, otra cosa es el fervor, el culto laico, que despertó en el pasado y en Sonora.

Por cierto, ¿qué ha hecho el PRI para recordar a su otrora militante? En el Twitter del @CDEPRISonora se lee: «Trabajemos día a día para que el legado de Luis Donaldo Colosio se mantenga vivo y sea eje rector de las nuevas generaciones de México».

Escribo lo anterior a propósito de un artículo del crítico literario Geney Beltrán Félix, quien desestima la muerte de Colosio como un tema digno de ser novelado. De ahí que no haya surgido «la gran novela sobre la muerte de Colosio». «El día que mataron a Colosio no pasó nada», es el nombre de su artículo (ver Confabulario, edición del 22 de marzo).

La opinión de Beltrán Félix es interesante, porque asegura que el tema de la muerte de un político como el aquí citado no interesa tanto a la población, quien está más preocupada de los problemas de la vida cotidiana con los cuales bien puede identificarse. Miserias que bien pueden ser consecuencia (en parte lo son) de la mala gestión de los políticos.

En su texto, también contra las encuestas que Beauregard solo menciona, Beltrán dice que la muerte de Colosio no significó un «trauma histórico», como sí ocurrió con el terremoto de 1985 en la Ciudad de México. El crítico literario cita otros casos, como el levantamiento zapatista de Chiapas (de mucho prestigio entre los altermundistas españoles y europeos en general), así como el fraude electoral de 1988.

Y ahí habría que ir con cuidado, porque Beltrán, al parecer, habla de psicología y no de política. El problema de la muerte de Colosio ni siquiera se agota en lo policiaco sino que le compete a lo político, de ahí que sea inapropiado, me parece, hablar de “traumas históricos”. Muy distinto sería hablar de individuos traumados por la historia.

Mario Aburto, en cambio, si tiene su novela: «A.B.U.R.T.O.» (Editorial Sudamericana, 2005), de Heriberto Yépez, nacido en Tijuana, la ciudad donde aquel cometió su crimen. Varios años antes, en 1999, el también mexicano Élmer Mendoza había publicado «Un asesino solitario» (en Tusquets), en la cual abundan las referencias veladas al caso Colosio, desde el título mismo de la novela. Es decir, han llamado más la atención los asesinos que el mártir. Se han vuelto personajes novelescos los ejecutores y no el mesías, que además no lo fue, sin perjuicio de que despierte nostalgia entre quienes celebraban su buena nueva. Pasa lo mismo en la película de Carlos Bolado, «Colosio: el asesinato» (México| España| Francia| Colombia, 2012), en la cual, sin perjuicio de sus méritos artísticos, el político mexicano es apenas una presencia secundaria.

La ficción literaria, ya lo hemos dicho aquí en otras ocasiones, está puesta al servicio de los mitos, que alimenta, construye o derruye, depende del caso. Se piensa que el mito se opone a la verdad, pero hay mitos luminosos (como bien lo sabía Platón), que contribuyen a nuestra interpretación de los problemas que la realidad plantea. Los mitos oscurantistas, en cambio, todo lo confunden. Ahí está la gran obra del filósofo español Gustavo Bueno para demostrar lo dicho.

Pero Colosio ya es un mito de por sí, con novela o sin ella. Así que no puede venir una novela a construir lo que ya existe. Quedan las otras posibilidades. La gran novela acerca de Colosio podría alimentar el mito de Colosio, es decir, la idea muy difundida de que su gestión como presidente habría sido generadora, en contra del PRI depredador y neoliberal para el cual trabajó y que lo traicionó. Ese mito, aplaudido por muchos (como dicen las famosas encuestas), tendría que ser confirmado por una novela, que así cobraría su condición de grande.

Queda la última opción: destruir el mito, lo cual solo puede lograrse con un mito mayor. Si así fuera, la ficción, el arte, reforzaría su afán milenario: ir contra lo establecido, rebelarse, ganarse la expulsión de la República. Pero esta opción es poco probable que se elija, porque para ello habría que apostar por mitificar nada menos que a los políticos que, como nos dicen, dieron muerte al candidato. Y tendría que ser un relato no sobre simples asesinos, sino acerca de la tragedia de la política, como «Il divo», de Paolo Sorrentino. Todo ello en un país de ciudadanos del mundo donde la política no le interesa a nadie, mucho menos a los escritores.

 

Manuel Llanes

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