www.cuencanews.es

Coartadas de la charlatenería

Por Redacción
x
localcuencanewses/5/5/16
jueves 02 de mayo de 2013, 23:30h

google+

Comentar

Imprimir

Enviar

Al principio de «Tokio blues», la famosa novela del escritor japonés Haruki Murakami, el protagonista está a bordo de un avión, dentro del cual comienza a escucharse la típica música de fondo que pretende amenizar las travesías de tantos viajeros:

«Era una interpretación ramplona de Norwegian Wood de los Beatles. La melodía me conmovió, como siempre. No. En realidad me turbó; me produjo una emoción mucho más violenta que de costumbre».

La turbación del personaje, desde luego, será explicada a lo largo de las páginas de la novela: un pasado lleno de recuerdos conmovedores ligados a sus años como estudiante universitario, sus amistades y amores, especialmente intensos. Hacia el final de la novela, Watanabe, el hombre, la figura central, sabe tanto del placer como del dolor de la vida. Y dentro de todo ello, con un papel primordial, la muerte, el suicidio del ser cercano. Un cúmulo de experiencias que el personaje relaciona con esa canción, por razones que se nos explican con detalle.

 

Y sin embargo, ante la versión vulgar de una canción por otra parte reconocida por sus méritos artísticos, Watanabe se conmueve considerablemente. Tanto que la sobrecargo tiene que auxiliarlo. Es decir, al margen del arte y la belleza que se asocia con él, una belleza rara vez cuestionada, está el poder de lo ramplón y su facultad para emocionar siempre y cuando toque las fibras de alguien, la clave secreta de su biografía.

Por eso fundamentar el mérito de las obras de arte, de la literatura en este caso, en su poder de conmover, de provocar el llanto, es una falacia. En los conciertos de los divos de la música, con frecuencia clasificados como «genios» por sus fanáticos, a veces las multitudes gritan ante la repetición mecánica de un par de notas, como si con eso bastara.

Se dirá que el arte no tiene por qué ser intrincado y que en la sencillez también puede habitar el prodigio. Sí, pero la línea entre lo sencillo y lo vulgar puede volverse tan fina como para ensanchar las coartadas de la charlatanería.

Acerca del valor del arte y de su función en la sociedad se ha debatido enormemente, pero pocas veces se acepta que la justificación del arte y su existencia, así como de su función en la sociedad, no siempre tiene el rigor que debería. De ahí que a veces se diga que el arte no sirve para nada más allá de la contemplación ociosa.

Otros, en cambio, son capaces de cualquier hipérbole: el arte redime a la gente, es capaz de enderezar lo torcido y de hacer que surja lo mejor de un pueblo. Quienes así hablan nada quieren saber de cultos criminales, de gobiernos que por medio del romanticismo, por ejemplo, han tratado de apelar a su supuesta trascendencia: ahí el caso del nazismo.

Otro ejemplo: el caso de la picaresca que se asocia de forma acrítica con los españoles, un mito en cuya construcción colaboraron artistas viajeros como Próspero Mérimeé, con su «Carmen», donde queda fijada la imagen arquetípica de un español lleno de defectos a los ojos de los extranjeros. La pasión no es para fiarse de ella. Quien desee abundar en lo anterior que busque en la Internet el artículo de de Pedro Insua  «España en Babia», donde además se cita el caso de Washington Irving y su idealización de los árabes imperialistas, simpleza en la cual no dejan de caer sus lectores.

¿Significa entonces que para eso sirve la literatura, para construir equívocos? Los artistas no parecen estar muy implicados en la respuesta.

 

Manuel Llanes

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios