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Entretenimiento para adultos

Por Redacción
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localcuencanewses/5/5/16
viernes 05 de abril de 2013, 10:22h

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El psíquico habla hacia la cámara y, como si tal cosa, le dice a la persona que ha llamado por teléfono su pasado, su presente y, con ejemplar osadía, su futuro. Apenas por unas monedas el minuto, pero cuando el tiempo pasa aquello se convierte en una pequeña fortuna. La crisis campea a sus anchas y no obstante la gente, acaso desempleada, se anima a marcar esos números porque quiere respuestas, un poco de certeza.

Los adivinos leen las cartas o interpretan el poso del café. O las líneas de la mano. Dicen que hay políticos que solicitan sus servicios, por lo que no es descabellado suponer que hay países que son guiados por la voluntad de estas personas, que permanecen libres y vivas gracias a que ya no existe la vieja inquisición.

 

Lo cierto es que los brujos hace mucho tiempo que han dejado de estar a los pies de una hoguera, o bien confinados a las carpas de una feria ambulante de gitanos, como en las películas, para aparecer en televisión a deshoras, cuando la gente aquejada por mortificaciones terribles permanece despierta frente al televisor, donde no ponen nada que valga la pena. Salvo estos cuentos de adivinos con capacidad de escuchar. Y de mentir por unos billetes, desde luego.

Mientras el brujo habla en la parte de abajo de la pantalla aparece una leyenda: “Entretenimiento exclusivo para adultos”. O al menos aparecía, tal vez ahora, como están las cosas, el rótulo diga: “Verdad absoluta”. Pero no, hay que ser adulto para hacer esas llamadas nocturnas. Los gobiernos, encargados de vigilar que el consumidor no sea estafado, no pueden permitir (al menos no deberían) que un brujo prometa soluciones mágicas, que en el límite pueden significar un problema de salud pública. De ahí la leyenda: “Entretenimiento”. Te pago para que me mientas.

Es decir, estamos en el entendido de que el brujo es un charlatán y que su producto es falso, pero los consumidores, gracias a la letra pequeña (y a la Ilustración, dirán los afectos al idealismo), entienden que aquello es mentira y solo buscan entretenerse un rato. Igual el hecho de que las personas tiren su dinero en estas tonterías es el mal menor, si con eso se detiene una ola de suicidios.

Desde luego, imagine el lector los problemas legales que los psíquicos tendrían si no fuera por esos “términos de uso” que, como no puede ser de otra forma, excluyen cualquier garantía, con todo y que los brujos de pacotilla no dejan de repetir que el servicio es infalible. Con todo y eso, ahora la moda vuelve a ser invocar a los muertos para hablar con ellos. Nada menos.

Sin embargo, craso error sería pensar que los brujos televisados son los únicos que viven del cuento y que basta con apagar la televisión para escapar de su maléfica influencia. Porque hay máquinas que sirven para tragar monedas y entre más pierde la gente más monedas se aventura a deslizar. Pero a fin de cuentas es un riesgo que se asume, con todo y que los ahorros más dilatados jamás estarán seguros con un ludópata, siempre dispuesto a contraer deudas o poner en riesgo cualquier patrimonio. Los psíquicos roban, aunque al menos hay una letra pequeña, diminuta. Quien decide jugar con una serpiente no puede luego quejarse de una mordedura, probablemente mortal.

Ahora busque el lector la letra pequeña o su equivalente en tantos otros lugares de la vida. Las universidades, por ejemplo. Cuando los profesores hablan en las aulas, ¿dónde está la advertencia?: “No tengo idea, no me entero de nada”. Busque en su periódico favorito la página donde se advierte: “Lo dicho aquí está basado en apariencias, en rumores y un gusto desmedido por exagerar”. Nada.

En los museos que exhiben lienzos en blanco que alcanzan precios exorbitantes en el mercado. O en los centros de arte contemporáneo donde la retrospectiva de un artista consiste en una sala vacía. ¿El programa de mano acaso recomienda a los asistentes disimular, a riesgo de parecer tontos?

En «Días extraños» («Strange Days», EUA, 1995), de la cineasta Kathryn Bigelow, la misma de «La noche más oscura» («Zero Dark Thirty»), los personajes, habitantes de un futuro distópico, se han vuelto adictos a un visor capaz de reproducir imágenes extremadamente realistas, para el placer de quien desee engañarse. Así, el hombre puede evocar a la mujer querida, quien lo ha abandonado; una persona que ha perdido las dos piernas sueña que corre por la playa. Apariencias falaces.

¿Cómo reprocharle a la gente que quiera entretenerse? Adelante, todos a engañarse: perspectiva de género, democracia participativa, ciudadano del mundo, izquierda aberchale, círculo cuadrado…

 

 

Manuel Llanes

 

 

 

 

 

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