Como cada año, la celebración en México del Grito de 1810, señalado como el inicio del proceso de independencia, ha dado pie a las habituales suspicacias de los intelectuales. Gestos de desaprobación que nos proponemos comentar a continuación, desde que nuestra columna está dedicada a criticar el papel de esa extraña figura ampliamente celebrada en las sociedades del presente, el llamado intelectual.
Hay que decir que ya desde 1808, el síndico del Común Francisco Primo de Verdad y Ramos, miembro del Ayuntamiento de México, postuló la soberanía del pueblo en ausencia del rey legítimo, Fernando VII, sometido por la fuerza de las tropas napoleónicas. Dos años después, el cura Miguel Hidalgo iniciaría su lucha armada. Con el tiempo, Hidalgo ha pasado de ser un reivindicador del Antiguo Régimen para ser reconocido por su lucha contra la opresión, mientras que nuestro síndico simplemente ha sido olvidado.
Aclaramos esto por la muy difundida costumbre de afirmar, con simpleza, que la lucha por la Independencia tiene lugar a partir de 1810, cuando en realidad lo que se inicia desde antes es una profunda crisis que desemboca en una guerra civil; un fenómeno que tiene entre sus consecuencias la separación de una de las partes formales de la Monarquía Hispánica, que queda así disgregada en varias naciones políticas.
Precisiones históricas aparte, todo intelectual que desee mantener sus réditos tiene que hacer escarnio de la ceremonia del Grito, porque, según nos dicen, “no hay nada que celebrar”. Somos un país oprimido por una simulación de democracia, así que lo indicado es despreciar el homenaje a “los héroes que nos dieron patria”, como se dice desde el discurso oficial.
El uso de los mitos nacionalistas, desde luego, es una atribución de los países. Pobre de aquel que reniegue de su historia (me refiero a España) y, movido por el deseo de conciliar todas las posturas, aun las más delirantes, pretenda convertir su Estado en marca, su nación política en un sinfín de naciones fraccionarias y su ideología en relativismo europeísta. Sin embargo, a veces los mitos pueden ser luminosos y con su ejercicio mantener la cohesión, la unidad.
La admiración ciega por el mito de Europa pretende ofrecerse como alternativa de los fastos independentistas en México, porque en aquella se habrían promulgado la libertad auténtica del individuo anarquizante y desprovisto del yugo de pertenecer a un país. Pero no hay tal. Europa es un espejismo que tiene a millones en errático peregrinar por el desierto comunitario.
Es septiembre y como nunca en el año se habla en México de la patria, esa entelequia, como nos dicen los cosmopolitas, los intelectuales que, al no tener país, habitarían la estratósfera. No obstante, el principal referente de la patria, el territorio, nada tiene qué ver con el romanticismo ciego que se achaca a quienes pretenden defender la tierra. ¿Qué libertad se puede defender si no es con los pies en la tierra? En cambio, henchida de idealismo está la idea de un mundo sin fronteras en el cual todos podamos reconocernos como simples humanos. El mundo entero sería Somalia, nuestro espejo en estos tiempos de guerra interminable contra el narcotráfico. No seamos su víctima propiciatoria.
Sin perjuicio de la manipulación de la cual es objeto y que siempre es conveniente señalar, el Mes de la Patria bien puede ser el pretexto ideal para recordar lo que tienen en común nuestros países de habla hispana, con la historia siempre a la mano para deshacer cualquier interpretación falsaria. Para decirlo de otra forma: celebremos que existe México y no nos conformemos con que simplemente sobrevive (¿por cuánto tiempo? Se equivoca quien se crea eterno e invulnerable a toda hecatombe). Reivindiquemos México, sí, pero no olvidemos Cádiz. No confiemos a la memoria caprichosa de los intelectuales la consideración de todo aquello que nos ha hecho esto que somos.
Manuel Llanes
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No(
