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Las esquinas de la plaza

Por Redacción
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localcuencanewses/5/5/16
domingo 17 de agosto de 2014, 23:17h

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Era tan pequeño que me resultaría imposible acertar la edad que tenía, pero recuerdo el momento con meridiana claridad. Por gratitud, y por enésima vez, ese simpático vecino que había alcanzado la fama y el renombre en su trabajo invitaba a mi madre, su antigua maestra, a un evento que en aquel momento me sonaba a diversión y fiesta, ¿cómo no ir? Él era torero, uno de los mejores que Albacete ha tenido, y la invitación dio con nosotros en la plaza de toros de la ciudad de las navajas.

De corridas taurinas, hasta entonces y como es lógico, sabía bien poco: para mí tan sólo eran el programa televisivo preferido de mi abuelo, e irremediablemente asociados a esa tortilla de patatas (con cebolla, por supuesto, y siempre cortada en rombos) que mi abuela me ofrecía siempre que por allí aparecíamos. Pero no divagaré, que a nadie le importa mi infancia.

 

La plaza, como en el chiste, estaba abarrotada. Lo primero que me impactó fue el profundo olor a arena y –poco después adiviné- a muerte anunciada. Las conversaciones de los aficionados, alegres y distendidas, disfrazaban el horrible espectáculo que estaba a punto de presenciar. Los clarines pronto silenciaron las bocas y el esperpento se ejecutó sin más aviso ante mis ojos. La entrada del primero de la tarde me dejó boquiabierto; jamás había tenido un animal tan poderoso y bello ante mis ojos. Incluso aunque alguien dijera que estaba bizco y yo me preguntara cómo era posible que le vieran lo ojos a esa distancia, en ese momento creí estar ante una maravilla de la naturaleza. Poco o nada del ambiente, quizá sólo el sarcástico calabobos que regaba la plaza esa tarde, hacía presagiar el dantesco espectáculo que estaba, hasta entonces, disfrutando.

El olfato abrió mis recuerdos así como el oído los clausura. Sonidos de agonía e impotencia, de derrota e incredulidad. Aunando los sentidos, el rojo de la sangre del astado cobró una tonalidad que la televisión de mi abuelo, quizá por ser en blanco y negro, nunca me transmitió. Es muy poco probable que el pobre bicho fuera consciente de la inexistencia de los porqués de su brutal asesinato, pero desde las gradas alguien lloró las preguntas por él.

Tras salir de esa carnicería, y echar la vista atrás, la plaza ya no era redonda como siempre me pareció al observarla desde el balcón de mi antigua casa. Nunca más podría serlo. Con cada gota de sangre que tiñó la arena de muerte, una arista rompía la perfección que todo círculo encierra. Y es que circo taurino, pese a no tener payasos por falta de gracia, logra con su sinsentido ir más allá de la cuadratura del círculo.

Ya esgrimí muchos de los argumentos que me hacen estar en contra de las corridas de toros en esta columna, hace tiempo, bajo el título La tara del toro, pero quisiera complementarlos con otro que hace alusión a las inteligencias múltiples, usando para ello la conocida y clásica taxonomía de Gardner. No hay personas listas o tontas, y es un gran error creer que quien es bueno en matemáticas, por poner un ejemplo, ha de destacar necesariamente en otras facetas de su vida. Así, el mediático psicólogo Howard Gardner tuvo a bien diferenciar distintos tipos de inteligencia: lingüística, lógica-matemática, cinésica-corporal, espacial, musical, interpersonal, intrapersonal y –redoble de tambor- naturalista. Pese a que esta última se explica principalmente en términos de identificación y discriminación eficiente de distintas especies animales con el propósito de ordenar y conocer mejor nuestro mundo, descripción que bien puede aplicarse a cualquier ganadero, no creo que sea una locura pensar que hay un componente emocional y empático que lleva a algunas personas a sentir por la naturaleza, y todo lo que ella conlleva, una afinidad y simpatía que otros sujetos pueden no llegar nunca a entender. No dudo que los criadores de toros de lidia quieran a sus animales, pero sí dudo que lleguen a amarlos; todo es cuestión de intereses.

De esta forma es fácil explicar cómo un señor tan sensible y acertado como Joaquín Sabina, claro heraldo de las inteligencias musical y lingüística, puede atreverse a apoyar tal barbarie ancestral, como gustaba en llamar a las corridas de toros el ilustre conquense Juan Jiménez de Aguilar, hasta el punto de afirmar que si fuera animal, le gustaría ser toro de lidia pues: “A ninguno se lo respeta más. Ninguno está mejor tratado. Y además, tiene la posibilidad de que lo indulten y pasarse toda la vida follando vacas sin parar”. Bajo este mismo razonamiento es posible que Espartaco o el más reciente Máximo Décimo Meridio también estén entre sus aspiraciones de reencarnación preferidas, pues así también podría contar los privilegios de la especie humana, entre los que podemos destacar la responsabilidad de cuidar el mundo en el que vivimos.

“Sin toros, no ha fiestas”, dicen unos. “La Champions League se juega en Cuenca”, fanfarronean otros. Vestigios carpetovetónicos de un ocio propio de destripaterrones y ganapanes… al menos, y como mínimo, en cuanto a lo que respecta a esa parcela del ámbito naturalista anteriormente comentada. Entiéndanme, que en el fondo he sido bueno citando a Sabina, y no a otros, pues todavía me cuesta entender la filosofía vital que subyace a las palabras de Alejandro Talavante al meditar sobre la amistad, el lenguaje y los toros, ¡canela fina, oiga!

 

 

José Luis González Geraldo

https://www.facebook.com/joseluis.ggeraldo

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