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Mariano y Juana la Loca; de dos periplos luctuosos

Por Redacción
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localcuencanewses/5/5/16
viernes 06 de diciembre de 2013, 12:34h

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Noviembre ha sido el mes en el que el Congreso de los Diputados y el Senado, tras los acuerdos alcanzados por PP, PSOE, IU y nacionalistas, han llevado a cabo la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), máximo órgano de gobierno de jueces y magistrados. Contraviniendo lo que aparecía en su programa electoral y lo que el propio Ministro de Justicia dijo nada más ser nombrado, el Partido Popular ha optado por perpetuar la subyugación de la Justicia en España. Pasando de soslayo por la más que dudosa idoneidad o “reconocido prestigio” de algunos vocales electos, como la secretaria judicial María Ángeles Carmona, resulta repugnante ver cómo, una vez más, el fundamentalismo democrático ampara y justifica el chalaneo político en el ámbito judicial. Así, por poner sólo un ejemplo, hace apenas unos días el socialista Julio Villarubia exigía con vehemencia "un respeto para los que van a ser democráticamente elegidos"; como si por el mero hecho de pactar dicha elección mediante un procedimiento parlamentario y representativo, la elección misma hubiera de ser merecedora de consideración, dignidad o respeto.

Si en las últimas semanas ustedes han seguido las noticias y opiniones referentes a esta renovación del CGPJ, es muy probable que hayan escuchado o leído de nuevo aquella sentencia de mediados de los años ochenta del siglo pasado, atribuida a otro socialista, Alfonso Guerra, según la cual “Montesquieu ha muerto”. Este filósofo francés publicó en 1784 El espíritu de las leyes, un ensayo en el que abogaba por un reparto del poder del Estado que evitara el despotismo; el menos deseado de los tres tipos de gobierno que él distinguía. Sin menoscabo alguno de la eficacia divulgativa de la metáfora de la muerte de Montesquieu, ésta se me antoja insuficiente para describir el desvarío del actual Gobierno de la nación. Permítanme presentar otra, acaso complementaria.

 

El 25 de septiembre de 1506 fallecía en Burgos Felipe el Hermoso. Su esposa, Juana I de Castilla, hija de los Reyes Católicos, impidió su entierro y ordenó embalsamar el cuerpo y trasladarlo a la Cartuja de Miraflores. Allí, según cuentan, la Reina, haciendo uso de la única llave que abría el ataúd, se abalanzó en varias ocasiones sobre el difunto para abrazarlo, dando con ello muestras de la grave enajenación que empezaba a padecer. Casi tres meses después de la muerte de Felipe, Juana decidió trasladar sus restos a la Alhambra de Granada, empezando así a uno de los episodios más estrambóticos de nuestra historia. El traslado, según dispuso la propia Juana, debía ser de noche y sorteando los pueblos… no fuera que alguna mujer indiscreta se asomara a la ventana para ver el cuerpo de su esposo. En agosto de 1507, transcurrido casi un año desde la muerte de Felipe el Hermoso, Juana se reunió en Aranda con su padre Fernando II de Aragón, quien intentó persuadirla para que pusiera punto final a esa grotesca peregrinación y regresara a Tordesillas. Juana desoyó a su padre y además se percató del cambio de dirección del séquito que el propio Fernando había ordenado. Al llegar a la localidad de Arcos, Juana decidió detenerse y quedarse allí lo que quedaba de 1507 y todo 1508. Finalmente, en enero de 1509 accedió a ir a Tordesillas, por supuesto acompañada del féretro de su esposo, el cual permanecería en la iglesia de Santa Clara. Con todo, Juana dispondría que lo colocaran un catafalco lo suficientemente alto para que ella pudiera verlo a cualquier hora del día desde sus dependencias. El extravagante itinerario del cadáver de Felipe el Hermoso, motivado por los celos patológicos de su esposa Juana, le valdría a ésta el apelativo de la Loca y serviría posteriormente de inspiración a un buen número de artistas románticos.

 

El caso de la renovación del CGPJ, unido a la catarata de injerencias políticas en la Justicia, que abarca desde los primeros indultos que dictó el Ejecutivo hasta la más reciente hemorragia de excarcelaciones de presos etarras tras la sentencia del Tribunal de Estrasburgo, no sólo constata la muerte de la Justicia sino que exhibe impúdicamente su cadáver. Mariano Rajoy, como Juana la Loca, pasea groseramente el cuerpo inerte de Montesquieu, que es tanto como pasear el cadáver de la división de poderes, acompañado de un séquito de chalanes complacientes y ante la mirada estupefacta de buena parte de la sociedad española. Parece claro que su periplo también adolece de insensatez, pero conviene preguntarse inmediatamente qué consecuencias se pueden derivar de este funesto itinerario político. A mi juicio, lo que está en juego es la conservación misma de nuestro Estado de Derecho; en otras palabras, la conservación de un Estado cuyo monopolio del poder debe estar limitado por el Derecho. Éste, entendido como la prevalencia del dominio que el individuo tiene sobre su vida, su propiedad y sus libertades frente al gobernante, corre grave peligro si se admiten las injerencias a las que vengo haciendo referencia. Por otra parte, cabe señalar que el Derecho tiene su fundamento en la Moral, en el conjunto de normas que aspiran a preservar la cohesión del grupo, y que en consecuencia hacer peligrar el Estado de Derecho supone hacer peligrar nuestra sociedad política (nuestro grupo). En suma, sin la independencia del Poder Judicial el Estado de Derecho podría convertirse en algo similar a una tiranía. De este modo lo expresaba Aristóteles en su Política: «La falta de gusto por nadie que sea digno e independiente es otra peculiaridad de la tiranía (pues piensa el tirano que sólo él es así, mientras que si alguien actúa con dignidad e independencia pone en peligro la supremacía y el despotismo de la tiranía; en consecuencia, los odian como una amenaza para su poder). […] Estas medidas y las similares son propias de la tiranía y defensoras de su poder, pero no les falta lo más mínimo de maldad».

Tal vez, por seguir y terminar con el sentido figurado, haya que confinar en algún recóndito lugar a Mariano y sus variopintos acólitos; así como se hizo en su día con la desdichada Juana.

 

 

Francisco Javier Fernández Curtiella.

 

 

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