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Mis tres deseos

Por Redacción
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localcuencanewses/5/5/16
domingo 25 de mayo de 2014, 23:08h

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Esta quincena he decidido dejar la pluma a mi corazón para compartir uno de los mejores momentos, si no el mejor, que como profesor he podido experimentar: la última lección magistral que ayer ofrecí durante la graduación de la primera promoción de Educadores Sociales del campus de Cuenca (2010-2014), siendo padrino el mediático juez de menores don Emilio Calatayud. Consciente de que es un texto excesivamente largo para este medio, no puedo evitar plasmar todo lo que quise haber dicho y los nervios, la emoción e incluso la presión de la proximidad del partido, impidieron que dijera. Junto a la fluidez de ayer, queda el registro de hoy.

 

Excelentísimo Sr. Rector Magnífico, Estimados compañeros, apreciado padrino, desconocidos padres y, por supuesto, queridos estudiantes. Permitidme que os siga tuteando, al menos a vosotros, pues no creo necesario cambiar nuestra relación a estas alturas.

 

Cuando Alberto me comunicó vuestro ofrecimiento, casi no tuve palabras para aceptar este gran honor y responsabilidad. Honor, pues no encuentro mayor satisfacción para un profesor que poder compartir su sentir en este momento. Y responsabilidad, pues será ahora cuando vuestros familiares comprueben, en vivo y en directo, si su hijo o hija ha estado en buenas manos. Algo que Ortega y Gasset, en 1910, ya advirtió a los padres al decirles: “Ponéis vuestro oro en las manos de un orífice cuyo arte desconocéis. ¿Qué idea del hombre tendrá el hombre que va a humanizar vuestros hijos?”.

 

Por este motivo, dirigiéndome al auditorio, quisiera dejar algo claro desde el principio. Si alguna de las ideas que voy a compartir les agradan, quiero que tengan presente que muchos de sus profesores fueron también mis profesores, por lo que es a ellos (así como a otros que ya no están entre nosotros, como el añorado Agustín Bayot) a quien en último término hay que agradecer mi acierto. Si, por el contrario, lo que van a escuchar les parece desacertado, no olviden que tan sólo soy un joven y alocado profesor al que, con mayor frecuencia de la que desearía, le cuesta no ser tan vehemente al defender, con pasión, su idealismo. En el fondo soy un profesor más. Ni el más sabio, ni el más experto; la edad es el sólo el primero de los síntomas que me delatan. De ahí que para elaborar este breve discurso haya comenzado preguntándome el motivo de mi elección: por qué yo, y no otro. Me habéis elegido, creo, corregidme si me equivoco, y quizá entre otros motivos, porque en mí habéis encontrado, en mayor o menor medida, vuestro reflejo. Joven, alocado, vehemente, apasionado, idealista… dejémoslo en una sola palabra: soñador. Tan soñador como por fuerza ha de ser cualquier persona que se dedique en cuerpo y alma a la Educación Social.

Es inevitable, por tanto, que me dirija brevemente a los padres y madres aquí presentes. Nadie se sorprenderá si vaticino que ninguno de los que hoy se gradúan llegará a tener cuentas en Suiza. El dinero, así como el éxito y el poder que suelen asociársele, quedan lejos de las aspiraciones de sus hijos. Ya lo saben, no creo descubrirles nada nuevo, pero es necesario y pertinente remarcarlo. Ellos han preferido ser solidarios y no egoístas, creer en el altruismo y no en la avaricia, abrazar la empatía sobre el narcisismo, aceptar la equidad, en definitiva, como principio de toda justicia. Ellos han sido los que han decidido estar aquí, cierto, pero tampoco creo equivocarme al pensar que, en la mayoría de los casos, han sentido el respaldo y el apoyo que desde pequeños les habéis dedicado. Por ello quiero felicitaros, padres y madres, pues no solamente habéis demostrado ser capaces de criar y educar a tan bellas personas, sino que también habéis dado ejemplo ofreciendo a la sociedad vuestro más preciado tesoro y, con él, la esperanza de un futuro mejor, de todos y para todos.

Como podéis comprobar, me estoy poniendo algo sentimental, y es que la ocasión no es para menos. Quizá Charlot tenía razón al afirmar que pensamos demasiado y sentimos muy poco. No esperéis en estas palabras, por tanto, lección magistral alguna. Hartos estáis de “quitaros” asignaturas tras aprobarlas, como si, curso tras curso, de una carrera de obstáculos se tratara. Pienso en mi propia graduación y al intentar recordar con antiguos compañeros nuestra lección magistral sólo sacamos dos cosas en claro: el nombre de la persona que nos la ofreció y la sensación de que fue extremadamente larga y aburrida. No quisiera caer en vuestro recuerdo con semejante losa, podéis creerme. Hoy, sin duda, no es momento de contenidos.

Hoy es un día donde los sentimientos se visten de gala y, con una sonrisa, rozan el alma de vuestros compañeros, muchos de ellos serán amigos de por vida, ya lo comprobaréis. A su lado haréis realidad vuestros sueños y como parece que es la dimensión onírica la que nos une en este momento final, permitidme soñar por última vez con vosotros.

No tenemos sueños baratos, al menos eso intentan vendernos los anuncios de loterías. Si no tenemos sueños baratos es simplemente porque no sabemos soñar o, lo que es peor, porque un día olvidamos cómo hacerlo. Recuerdo que en clase os animé a pensar qué deseos pediríais si ante vosotros se apareciera el manido genio de la lámpara. Pues bien, si fuera yo el que se encontrara en esa situación, estos serían los tres deseos que, como educador, solicitaría. Si habéis encontrado en mí algo de vosotros, es muy probable que compartáis alguno de ellos, si no todos.

En primer lugar, desearía dejar huella.

La educación es cambio, persuasión, influencia y deseo de perfectibilidad, aunque en ocasiones solemos equivocarnos creyendo que “más” siempre es sinónimo de“mejor”, olvidando que hasta el calor del Sol puede quemar y que si alguien se esfuerza de verdad, incluso fracasando, siempre debe considerarse como una victoria pues, en definitiva y como dijo Cervantes, no es la posada, sino el camino.

Pero, de cualquier forma, no habrá viaje sin guía. Es ahí donde la tarea del educador se vuelve completamente necesaria y donde su huella, de existir, marcará la diferencia. Vosotros sois los nuevos guías de una sociedad enferma, donde la educación formal raramente deja la huella que debería. Pensemos por un segundo cuántos maestros y profesores pasan por nuestra vida desde que entramos en el juego del sistema educativo. Decenas, como mínimo. Ahora tratemos de identificar aquellos cuyas enseñanzas calaron tan hondo en nosotros como para poder afirmar, sin error alguno, que dejaron huella. Al hablar de huella pedagógica, por supuesto, debemos dejar de lado aquellos cuyo legado sea negativo o pernicioso, pues la influencia y el cambio, no siempre han de ser necesariamente para bien. ¿Cuántos, pues, quedan tras la criba? Pocos, muy pocos. Ortega, continuando con la cita que abría estos párrafos, defendía que cualquier acción de aquel orífice sería indeleble, pero la realidad nos recuerda cómo muchos de los profesores que pasan por nuestra vida acaban por desvanecerse de nuestra mente, quizá, intuyo, porque nunca rozaron nuestro corazón y, al no hacerlo, simplemente eran herreros tratando de forjar en hierro frío.

De ahí que os anime a buscar cobijo en el corazón de los que tratéis de educar, basando todo acto educativo en una confianza mutua desde el principio. Amando la imperfección del ser humano, bailando con sus almas y no sobre ellas, tendréis la posibilidad de que vuestra huella, con el paso del tiempo, no sólo sea indeleble sino que como un buen fuego crezca con el paso del viento de los tiempos, pasando y mutando de generación en generación como si de una bola de nieve, ladera abajo, se tratara. Nadie sabe ni sabrá nunca, a ciencia cierta, hasta dónde puede llegar la influencia de un educador. Y no lo digo por los libros que pueda haber dejado como legado pedagógico, sino por la semilla que sembró en los que de él aprendieron en vida y que, a su vez, en algún momento, también regalaron o regalarán a otros, como es vuestro caso. Educar, desde este punto de vista, es un verdadero ejercicio de inmortalidad que os ayudará, como beneficio colateral, a contrarrestar el peso de los años y sentir que la juventud no tiene fecha de caducidad. “Semper discentes”, que decía Giner de los Ríos.

Por otro lado, el educador que no deja huella no educa en absoluto, pues su luz pudo ser más o menos brillante durante su presencia, pero nunca irradió calor alguno y, por tanto, desaparecido el maestro, evaporadas las esperanzas. “La inteligencia da luz, pero no calor, honestidad o generosidad”, que también defendía don Francisco. El saber puede enseñarse, pero no así la sabiduría, decía Ortega por otro lado. Pensad que es posible enseñar con lo que se dice e incluso instruir con lo que se hace, pero la educación, con mayúsculas, la que deja profunda huella, sólo se consigue irradiando y compartiendo lo más profundo de nuestro ser. Dejaos la piel de manera apasionada allá donde vayáis. Sed constantes, dormid menos y soñad más.

En segundo lugar, pediría alcanzar la redundancia.

Una vez penetrado el corazón del educando, y aceptando la responsabilidad que tiene como arquitecto de su vida, hemos de ayudarle a sacar la mejor versión que pueda llegar a ser. Para ello no podemos sino desear que, llegado el momento, el discípulo supere al maestro y, juntos, alcancen una cima donde el profesor, paradójicamente triunfante en su derrota, admita haberle ayudado en todo cuanto podía sin tener nada más que ofrecer. Es ley de vida. Lo nuevo supera a lo viejo para que, pronto, quede también caduco y obsoleto ante lo que hoy ni siquiera existe. Como dejó escrito Hesse: “El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. Quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo…”. Cuestionad siempre, pues, al que trata de educaros, a mí el primero, no vaya a ser que sus intenciones sean menos loables. Distinguid al dómine del libertador, pues ambos, en ocasiones, lucen el mismo disfraz.

Así, todo educador que se precie desearía terminar sus días agotado, exhausto de sabiduría por haber compartido todo lo que pudo. Nunca se guardaría nada, daría lo que fuera por verse superado sin poner, por ello, las cosas fáciles a los neófitos. El buen educador no obtiene un título y se duerme en los laureles de la condescendencia, pues como el funámbulo que se encuentra sobre el alambre, sabe que el equilibro radica en no dejar de moverse, interesarse, formarse, experimentar, crear… en una palabra: vivir. Vivid pues vuestra pasión educadora haciendo que cada día cuente. El tiempo no es oro, ¡el tiempo es vida!, qué razón tenía Sampedro.

No hay nada de malo, por tanto, en reconocer nuestra ignorancia cuando sea necesario y aprender siempre de quien tratamos de enseñar. Freire nos ayuda a comprenderlo al sentenciar que la educación es posible, precisamente, porque nadie lo sabe todo, y todos sabemos algo. En este sentido, puedo aseguraros que con vuestro ejemplo y compromiso, dentro y fuera de clase, he aprendido de vosotros tanto o más de lo que he querido enseñaros. Aprovecho, por tanto, este momento para daros las gracias por la educación recibida, cada vez mayor, un claro síntoma de que mi redundancia ante vosotros está cada vez más cerca.

Por último, anhelaría ser recordado.

Ya sabéis que me gusta citar a Aristóteles para enfatizar cómo en el punto medio no se encuentra la mediocridad sino la armonía y la virtud. Con este último deseo quisiera intentar fusionar los dos anteriores. Ante la inmortalidad de la huella deseada y el funesto destino de nuestra redundancia, deseo en tercer y último lugar, quizá de manera egoísta, soy consciente, ser recordado. Permanecer vivo mientras esté en vuestros corazones, pues "recordar", como señala Galeano, consiste en volver a pasar por el corazón, lo que implicaría no sólo la evocación sentimental de los momentos que vivimos en clase, así como una balsámica añoranza, sino también una clara evidencia de que ya estuve presente en vuestros corazones, pues para pasar de nuevo por un sitio hace falta haber estado antes allí. Estad seguros de que todo lo que realicé en nuestras clases (pues dejaron de ser mías desde el momento en que os conocí) tuvo como objetivo llegar a vuestras mentes pasando antes siempre por vuestro corazón para conseguir, a lo unamuniano, que terminarais pensando con el corazón y sintiendo con la cabeza.

Estos son mis tres deseos. No pido nada más. Los comparto con vosotros por si fueran de utilidad en vuestro futuro. Dicen que no se debe pedir lo que no se está dispuesto a dar. Así que sabed que vuestro paso ha dejado clara huella en mi alma, que seréis recordados siempre con cariño y que espero que me demostréis mi completa redundancia cuando dentro de unos años, guiados por el azar, la suerte o el destino, nos encontremos de nuevo para compartir ese café que siempre os debo y, con más arrugas y menos tiempo, volvamos a hablar sobre educación, que bien entendida es lo mismo que hablar sobre la propia vida.

Hasta entonces, y para terminar, quisiera regalaros los versos finales de un poema de Benedetti como última lección de resiliencia. Sed conscientes de que el camino que habéis elegido es precioso, pero no está por ello exento de peligros y dificultades. Al contrario. Es muy probable que vuestros sueños de cambio, progreso y equidad sufran los reveses de una sociedad empecinada por avanzar a costa de todo y de todos, y que incluso siendo realistas al actuar sólo hasta donde lleguen las puntas de vuestros dedos, quizá no siempre alcancéis vuestro objetivo. Por otro lado, no olvidemos que los cambios educativos son lentos, muy lentos, y que todo consiste en aceptar que educar significa sembrar árboles a cuya sombra es muy probable que nunca podamos sentarnos. Para esos momentos de desazón y desánimo, para esos desaires del destino donde la tiranía del sentido común puede llegar a gobernarnos y la frustración nos anima a tirar la toalla, por favor, pensad que quien tiene un porqué aguanta cualquier cómo, que no hay cambio sin sueño ni sueño sin esperanza y que, pese a todo, debéis recordad estas palabras:

No te rindas, por favor no cedas,

Aunque el frío queme,

Aunque el miedo muerda,

Aunque el sol se ponga y se calle el viento,

Aún hay fuego en tu alma,

Aún hay vida en tus sueños

Porque cada día es un comienzo nuevo,

Porque esta es la hora y el mejor momento.

Porque no estás solo, porque yo te quiero.

 

 

 

José Luis González Geraldo.

https://www.facebook.com/Joseluis.ggeraldo

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