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No hay buen fin por mal camino

Por Redacción
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lunes 23 de diciembre de 2013, 00:32h

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Andaba yo pensando en las ventajas e inconvenientes de un idílico cambio radical en cuestiones políticas cuando, sin comerlo ni beberlo y quizá por azares del destino, cayó en mis manos la conocida obra de Guy de Maupassant “Bola de sebo”. Tras hojear el primer párrafo con cierto desdén, pasé a devorar ávidamente su contenido a sabiendas de que su moraleja sería el motivo principal de estos párrafos. Déjenme pues resumirles el hijo principal de este breve cuento para después continuar con la perorata que, como alma en pena, arrastro desde hace un par de artículos.

 

La historia se enmarca durante la guerra franco-prusiana, en el último tercio del siglo XIX. Las tropas francesas huyen ante el avance enemigo dejando las ciudades a merced del vencedor. En esta situación, algunos civiles buscan la manera de trasladarse a otras ciudades todavía controladas por el ejército francés. Con este propósito en mente, y tras haber obtenido un salvoconducto, coinciden los personajes principales en un coche de seis caballos que les llevaría de Rouen a Dieppe. Allí se encuentran el señor y señora Loiseau, almacenistas de vino, el señor Carré-Lamadón y su esposa, acaudalados fabricantes de algodón, el conde y la condesa Hubert de Breville, de linaje envidiable, así como dos monjas y dos curiosos personajes sobre los que caían todas las miradas, quizá por ser los más diferentes del resto: el señor Cornudet, fiero demócrata y terror de las gentes respetables, y una mujer a la que todos conocían como “Bola de sebo”, no sólo por su descuidado físico y desarrollo precoz, sino también por su fama de mujer que ofrecía sus encantos por un módico precio. Como pueden suponer, los cuchicheos y miradas por encima del hombro desde el grupo burgués a la pareja capitaneada por Bola de sebo no se hicieron esperar.

Con tal elenco bien podríamos contar un mal chiste o dejar que Jessica Fletcher apuntara otro crimen más en su haber, pero los sucesos son bien distintos. El viaje resultó ser más duro de lo esperado a causa de la nieve, tardando mucho más tiempo del planificado. Nadie había pensado en este imprevisto, por lo que no prepararon viandas para el viaje. Ninguno, excepto la señorita Isabel, verdadero nombre de Bola de sebo. Pronto, los miramientos y prejuicios de la clase pudiente se rindieron al hambre y gracias al buen corazón de Bola de sebo todos disfrutaron del festín.

Pero el destino quiso que en Totes, a medio camino, un comandante prusiano se encaprichara de la señorita Isabel, no dejándoles continuar hasta que ella diera su brazo a torcer y, bueno, ya saben. Tras un par de días allí retenidos, el grupo se confabuló para convencer con argucias a Bola de sebo y poder continuar el viaje. Finalmente lo consiguieron; ella pasó la noche con el oficial y, mientras, sus compañeros de viaje prepararon el equipaje para reanudar marcha. Esta vez, por supuesto, nadie se olvidó de preparar comida. Ninguno, excepto Bola de sebo, quien ofuscada por haber cedido a las pretensiones del soldado, no tuvo tiempo para preparar nada en absoluto. Como astutamente intuirán, el hambre hizo presencia de nuevo tras reanudar el viaje. En esta ocasión nadie sonrió a Bola de sebo y, por supuesto, no compartieron su comida con ella. Estaba tan sucia como la vieron antes de emprender el viaje. Ni su generosidad al compartir su comida, ni su gran sacrificio en aras del bien común, sirvió para que estos gentiles burgueses, acomodados hipócritas y hienas de mala madre, cambiaran de actitud y costumbres.

Si comencé mi último artículo argumentando la existencia de tres tipos de personas, esta vez complementaré rebajando las categorías a dos, y desde un punto bastante más pesimista que recoge la moralina de la historia de Bola de sebo. Este mundo, estimado lector, está habitado principalmente por dos tipos de personas: aquellos que tienen dinero y los que se mueren por tenerlo, a veces, de manera literal. ¿Cómo dejarnos gobernar plácidamente por los “hunos” o por los otros?, ¿cómo creer que la mayoría actúa por el bien común sin dobleces? A este respecto, sonrío al pensar por qué Facundo Cabral apreciaba que su abuelo odiara a los idiotas: “porque son muchos… y al ser mayoría eligen hasta al presidente”.

En el cuento de Maupassant observamos cómo la mayoría –significativamente representada por una clase minoritaria, burguesa- no tiene miramientos a la hora de sacrificar el eslabón más débil para, después, mostrarle indiferencia y rechazo. El mismo rechazo que posiblemente mostrarán los que, tras el vendaval de la crisis, queden en la parte alta de la cadena social. Desde allí gozarán de sus viandas como hasta ahora, ¡o más si cabe!, mirando a los que desde abajo, sin más salidas y engañados con sueños de bien común, hoy luchan por que las cosas cambien y sueñan por un mundo más justo. Recojo a colación las palabras de Maupassant: “Porque los odios que inspira el invasor arman siempre los brazos de algunos intrépidos, resignados a morir por una idea”.

Con todo, espero que entiendan por qué no quisiera ser gobernado –ni gobernar- desde planteamientos mayoritarios que terminarían convirtiendo la democracia en un aberrante concepto tan mejorable como el que ahora mismo tenemos entre manos. La solución, opino, está en renegar de la absurda clasificación que impera en la sociedad y encontrar ese tercer grupo de personas que no ven en el dinero un becerro de oro al que adorar. Son muy pocos, todos lo sabemos, pero existen. Por este mismo motivo abogo por un gobierno minoritario, pero selecto y bien educado, que no sólo instruido o competente. Personas alejadas del estereotipo de ganapanes sin corazón que hoy en día impera en la política española y que, de existir justicia en la faz de la tierra, atestarían las cárceles de nuestro país. Pues como nos recordó nuestro paisano Mariano Catalina en una de sus obras, también en ese último tercio del XIX: "El que anda por mal camino no puede tener buen fin".

 

José Luis González Geraldo

Facebook.com/joseluis.ggeraldo

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