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Presos de ficciones

Presos de ficciones

Por Redacción
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localcuencanewses/5/5/16
sábado 02 de noviembre de 2013, 15:46h

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Cumpliéndose los peores presagios, el pasado día 21 de octubre el Tribunal Europeo de Derechos Humanos daba la razón a la asesina etarra Inés del Río y condenaba a España por aplicar la llamada Doctrina Parot, jurisprudencia establecida por el Tribunal Supremo en febrero de 2006, según la cual las reducciones de penas, derivadas de los beneficios penitenciarios, se aplican sobre cada una de las penas y no sobre el máximo legal permitido de permanencia en prisión (que conforme al Código Penal de 1973 es de 30 años). Desde luego, tampoco era difícil presagiar la inmediata reacción de repulsa e indignación de la mayor parte de la sociedad española.

 

Examinemos brevemente en función de qué borrosas ideas se llega a esta situación. Aparentemente, toda Democracia digna de tal nombre está estrechamente vinculada con los Derechos Humanos, siendo así que resulta una premisa evidente para cualquier sociedad democrática el presuponerlos. Ahora bien, esta vinculación axiomática sólo puede tener cierta consistencia si suponemos que los Derechos Humanos son anteriores a las democracias y emanan de una naturaleza común a toda la Humanidad; y hay que decir que ni son anteriores ni existe tal Humanidad como sujeto de derecho. Compruébese con hechos. Cuando en diciembre de 1948 se sometió a votación la Declaración Universal de Derechos del Hombre, fueron únicamente los entonces 58 Estados miembros de la Asamblea General de la ONU los que votaron. Por tanto, en un sentido político, votaron sólo unas sociedades humanas concretas que ya estaban configuradas, organizadas jurídicamente y diferenciadas entre sí; y no toda la supuesta Humanidad. Además, cabe recordar que hubo Estados que votaron en contra y otros que ni siquiera formaban parte de dicha Organización, con lo que la idea hipostasiada de Humanidad acaba disipándose por completo. Deberíamos aseverar, en consecuencia, que la Humanidad no existe, que sólo existen grupos, comunidades o Estados, y que el mencionado vínculo entre Democracia y Derechos Humanos carece de toda consistencia; que no es más que una mera ficción teórica.

 

Por otra parte, y sin salir de la madeja de ideas confusas en la que nos hallamos, al citado Tribunal Europeo se le envuelve siempre de un halo de autoridad incuestionable y prácticamente inmarcesible. No obstante, conviene recordar aquí que la autoridad, para ser efectiva, requiere en todo caso de alguna forma de poder, es decir, de una potestad coercitiva que obligue a la obediencia. Preguntémonos qué poder tiene realmente el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. En particular y respecto al abyecto fallo que nos ocupa, Carlos Ruiz Miguel, catedrático de Derecho Constitucional, sostiene que existe una diferencia sustancial ente acatar y ejecutar. En su artículo del mismo día 21 de octubre escribía: «…las sentencias del TEDH, que son obligatorias pero no ejecutivas. ¿Qué significa esto? En síntesis, lo siguiente: que España está obligada a hacer todo lo que su ordenamiento le permita hacer para dar cumplimiento a la sentencia del TEDH, pero no a lo que el ordenamiento jurídico español no le permite.». En otras palabras, que el poder para ejecutar recae exclusivamente en el Estado español, más allá del acatamiento que implica el reconocimiento de una autoridad superior. Con todo, el Gobierno de la nación se ha apresurado a excarcelar a la sanguinaria Inés del Río, dando con ello muestras de una preocupante dejación de poder… y aún está por ver cómo resolverá los casos similares que tiene sobre la mesa. Pero, ¿por qué acata y ejecuta España la sentencia? Contra quienes alegan que lo hace en virtud de las obligaciones contraídas en los acuerdos internacionales, me permito contraponer esta observación de Benito Espinosa: «Si un soberano ha prometido hacer por otro cualquier cosa y que, luego, las circunstancias o la razón parecen mostrar que esto es perjudicial para la salvación común de los súbditos, está obligado a romper el compromiso que ha aceptado.» (Tratado político, capítulo III, parágrafo 17). En suma, ¿quién, pues, debería ser la autoridad última? ¿Le favorece realmente a España estar maniatada en el plano internacional por ideas tan borrosas como las comentadas hasta el momento?

 

Asimismo, cabría la posibilidad de analizar esta cuestión con un enfoque estrictamente nacional, entendiendo todas las últimas actuaciones jurídico-políticas del Estado no ya como una sumisión a la autoridad de Estrasburgo, sino como la posible prolongación del proceso de paz con ETA que iniciara el orate de José Luis Rodríguez Zapatero. De ser así, el actual presidente se hallaría cautivo de la misma quimera que su predecesor… porque no puede haber paz si no se está en guerra. Decía el francés Julien Freund en su obra La esencia de lo político que «la paz perpetua o la de los pacifistas es una paz normativa, puramente lógica, ajena a las realidades de la existencia concreta, a los antagonismos, a las contradicciones, a las tensiones y, en general a los datos de la naturaleza humana.». En definitiva, las decisiones judiciales de los últimos tiempos, tales como la salida de la cárcel del etarra Bolinaga (por razones humanitarias) o la sentencia en el caso del chivatazo en el bar Faisán, ambas cuanto menos desconcertantes, seguidas de una futura amnistía de presos torpemente encubierta, revelarían parcialmente el alcance del diálogo mantenido con la banda terrorista. El problema es que el diálogo, como la paz, es otra quimera, otra ficción, otra idea borrosa, ya que el Estado defiende un orden diametralmente opuesto al de la banda. O, al menos, en aras de su propia supervivencia, debería defenderlo… sin reconciliación plausible.

 

Francisco Javier Fernández Curtiella.

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