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Reflexiones de un chalado

Por Redacción
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localcuencanewses/5/5/16
lunes 01 de febrero de 2016, 00:37h

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Francisco Rivera tiene clarísimo que su hija, en sus brazos mientras toreaba, no ha corrido ningún tipo de peligro. Tan claro como que todos aquellos que pensemos lo contrario caemos directamente en el trastorno del que se chala.

Chalado, querido torero -pues me niego a llamarle maestro-, es una persona alelada, falta de seso o juicio. Como, por ejemplo, un padre que anteponga sus gustos y preferencias ante la seguridad de su familia. Así de simple.

Que sí, que era una becerrita de solamente 120 kilos, unos cuantos más que la pequeña y otros tantos más que su padre. Lo justo, mire usted, para aplastar a la criaturita en un descuido. Hasta los gatos, jugando, arañan más de lo que quisieran.

 

Que sí, que su padre es un fiera que ha matado a más de 1.500 toros en esas mismas corridas y que, falto de capa, tiene capote. Un verdadero superhombre al que nada se le escapa y que nunca, nunca, nunca puede llegar a tener un traspié.

Que sí, que es lo nuestro -querrá decir lo vuestro-. Antiquísima y atávica costumbre que nos recuerda lo brutos que podemos llegar a ser y seguimos siendo. ¡Cómo no defenderle! Está claro que soy un chalado profundo.

Chalados hay muchos, y de muchas formas. El padre que no usa la sillita del bebé porque llega tarde, ese otro que no se preocupa por llevarlo de la mano cuando intuye peligro, aquel que deja que ande a sus anchas mientras disfruta en la terraza de un bar… Chaladuras mínimas y máximas que hacen que pocos padres -y con toda probabilidad he de incluirme si me pongo a pensarlo detenidamente- puedan tirar la primera piedra. No obstante, lo peor de todo no es el peligro que haya podido sufrir, pues ya es pasado y errar es de humanos, sino la cabezonería del que niega y reniega la evidencia y, con la misma probabilidad que antes -e incluso quizá con la bravuconería añadida del torero-, vuelva a repetir la escena.

Porque, no lo duden, volverá a hacerlo. Nadie lo verá, pues ahí sí que ha escarmentado y si volviera a colgar otra foto en las redes sería mera provocación. La niña crecerá, y los becerros también. El peligro físico, mayor o menor, ahí estará, como su padre para protegerla de los cuernos, pero no de las vendas de la rancia costumbre. Su hija se saldrá indemne -eso espero-, pero nadie podrá salvarla del que, sembrado ya en ella, hará que ame los toros tanto como su padre. Ese peligro, el educativo, es mucho mayor que el primero. Pero ahí sí que no hay defensor ni fiscal que valga. Sus padres dictan y mandan, como debe ser, en la plaza de la crianza de los hijos. Allá ellos, con sus majaderías o brillanteces.

Tengo muchos amigos a los que les gustan las corridas de toros y, si no me piden opinión, en ningún momento les recriminaré que quieran transmitirles ese gusto. Ahora bien, si algún día coincidiéramos en una capea y se les ocurriera hacer un “Rivera” no haría falta llamar al defensor del menor para hacerles ver lo peligroso de sus planes. Los bomberos, que yo sepa, no acercan las llamas del mechero a sus bebés, por pequeñas que sean.

 

 

José Luis González Geraldo

https://www.facebook.com/joseluis.ggeraldo

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