Durante la trayectoria que puede llegar a tener un artista, hay muchas circunstancias coyunturales donde puedes percibir la influencia de otros creadores. A mi modo de ver, la figura de Gustavo Torner (Cuenca. 1925) es un caso paradigmático, hasta tal punto que en uno de mis anómalos proyectos –a diferencia de la línea conceptual de la mayor parte de ellos-, fue para mí una clara y manifiesta incidencia tanto su obra como el propio artista en sí mismo.
Es por ello, que recientemente he tenido oportunidad de visitar la exposición que, la Real Academia de San Fernando le dedica al artista, bajo el título: “Torner. Centenario de la Real Academia (Obra 1977–2008)”; Comisariada por Arturo Sagastibelza (Madrid. 1960), amplío conocedor de la obra de Gustavo al igual que, la de otros artistas pertenecientes al Grupo El Paso.
Como disertaba y, al inicio de la muestra, al cruzar el umbral de la entrada, en la sala expositiva y al encontrarte con una de las piezas más imponentes: “A Unamuno (antes caballero y la muerte)”. 1992, se palpa una solemnidad apabullante, la disposición de la sala con esas paredes blancas esmeradas del espacio, que amortigua todo el peso espiritual que emerge de cada una de las obras; lo incorpóreo, la pulcritud, el orden y la serenidad, invitan al espectador a evadirse del lugar, da la sensación que todo te empuja a una levitación, es como si la fuerza telúrica de la obra estuviera orquestada para trascender hacia lo más profundo del alma, iluminado todos los rincones más reservados de nuestro cuerpo.
El conocimiento sobre la materia que tiene Gustavo Torner y la representación de la misma, no es el producto de la experiencia ni de la vocación del artista, es resultado del intenso estudio de las superficies que te muestra la naturaleza, no sólo desde el prisma de lo físico, sino también de lo emocional, es algo que obedece a lo metafísico; es un ejercicio de constante convivencia que ha tenido el artista con la materia durante toda su vida.
Para Torner, el arte no es tan solo una (re)presentación de la vida, porque según sus palabras en el discurso de entrada como académico en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en el año 1993, el artista manifestó de una forma taxativa: “El arte no existe como cosa, cosa física, y creo que ni siquiera como concepto, al menos como concepto claro. Lo que existe son las obras de arte. Y las obras de arte son ante todo, o al menos primariamente, objetos físicos”. Es por ello, que las superficies pictóricas de sus obras no sólo nos trasladan a lo primigenio de la naturaleza –como objetos físicos-, sino que es el vehículo para atender lo más sustancial del ser humano, donde por medio de esas representaciones se aglutinan cargas matéricas que están dispuestas con un rigor y un análisis propio de un personaje que domina todas las disciplinas que directa o trasversalmente giran en torno al arte. Es como si nos enfrentáramos a un hombre del renacimiento, que gracias a su capacidad intelectual, su bagaje artístico está cargado de sensibilidad y sutileza.
Por tanto, las obras que se concentran en la exposición es un ejercicio de control, rigor y disciplina que rezuma en trabajos como: “Simulacro IX (Kabuki)”. 1988 donde se aprecia un flagrante guiño a la tan venerada cultura japonesa por parte del artista, o a la obra antes mencionada: “A Unamuno”. 1992, donde se concentra el equilibrio y la geometría, y lo más emocional que nos proporciona lo pictórico, portando la cualidad de la monumentalidad, sin pasar por alto: “imposible vuelo”. 1977, donde lo envolvente se entrelaza con lo sobrio en contraposición a lo barroco, haciéndonos partícipes de estar viviendo una experiencia mística, como si nos encontráramos en el interior de una capilla de una basílica italiana.
En consecuencia, el homenaje que la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando le dedica a Gustavo Torner por su trayectoria y su magnitud como artista, es como una pequeña brizna de pureza, gusto y estilo, dentro de un contexto actual en el que erráticamente se experimentan todos y cada uno de los rincones de nuestro espacio vital de una forma sórdida y opaca, pero por suerte los que somos conocedores de su obra, tenemos el consuelo de ser coetáneos de un legado que te sensibiliza con las más altas expectativas del ser humano, gracias a que Torner nos ubica entre lo sublime y lo terrenal.