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Oscar, hegemonía y Goyas

Por Redacción
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viernes 08 de marzo de 2013, 22:43h

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El triunfo de «Argo», de Ben Affleck, en la reciente entrega de los Oscar, donde obtuvo la presea a la mejor película, nada menos que con el anuncio de Michelle Obama, fue de inmediato señalado por los críticos como una muestra de la intervención de la Casa Blanca en la industria cinematográfica norteamericana, en una noche en que varias de las películas nominadas hacían referencia a problemas profundamente norteamericanos, como el esclavismo, que aparece en «Django desencadenado» («Django Unchained»), de Quentin Tarantino, o bien a hitos históricos como la gestión (no exenta de medidas corruptas) de uno de sus presidentes para acabar con esa lacra del comercio de personas en «Lincoln», de Steven Spielberg.

Tampoco estuvo exenta de polémica la nominación de «La noche más oscura» («Zero Dark Thirty», 2012), de Kathryn Bigelow, la crónica de los diez años de cacería del líder terrorista Osama bin Laden, una cinta señalada por su sospechosa exactitud con procedimientos reales del ejército norteamericano, así como por su detallada recreación de las técnicas de tortura que la CIA habría empleado para interrogar prisioneros musulmanes en su búsqueda del citado criminal.

 

Desde el gobierno de los Estados Unidos, se apresuraron a decir los detractores del premio (ya de por sí muy cuestionado por sus numerosas omisiones), se decide a los merecedores del premio, en consonancia con la política que se hace en el país o la imagen que se quiere dar de este. Ni hablar de las críticas de Irán, que trató de desmentir (sin éxito) la historia de «Argo» que, como se sabe, cuenta la historia de cómo agentes de la CIA violaron el territorio soberano de los ayatolás para rescatar a un grupo de fugitivos norteamericanos.

Pues bien, desde esta columna nos preguntamos dónde está la sorpresa en el hecho de que el gobierno tenga injerencia o sancione el espectáculo más famoso de su país, un premio capaz de opacar a cualquier otra presea, porque el Oscar tiene más resonancia que la Palma de Oro que se entrega en Cannes o el Oso de la Berlinale. Se juega con la idea de un mayor mérito artístico para los ganadores de la Palma, por ejemplo, pero al final del día es el ganador del Oscar el que es recordado por un público tan caprichoso como ajeno a las complicaciones de contrastar un premio tan comercial como el norteamericano con otro más “digno” como el francés. Es más: lo extraño sería que los vilipendiados yanquis no le dieran importancia a la trascendencia del premio para sus labores imperiales.

Esa relevancia los estadounidenses la han logrado no solo por medio de la calidad de sus películas, sino por medio de detalles que a algunos les parecerán frívolos, pero que satisfacen sobremanera al gran público, como la moda y la belleza de las actrices que año con año se presentan vestidas con sus mejores galas a la ceremonia. La presencia de la primera dama de los EE.UU. en la ceremonia nos da una clara idea de la importancia del premio ya no solo como reconocimiento del cine y sus valores, sino como fenómeno mediático que faculta a los norteamericanos para intervenir culturalmente como Estado a través de las pantallas de televisión de todo el mundo. Y, de esa manera, imponer agenda y temas de debate. Se discute acaloradamente pero de lo que ellos quieren.

Y mientras los norteamericanos hacen su fiesta de la hegemonía, al celebrar el fin de la esclavitud, la muerte del líder de Al Qaeda y en última instancia la grandeza de su tradición norteamericana (¿quién puede negar que el cine de Hollywood no lo ha influido?, ¿quién no puede nombrar al menos una de sus películas?), hay que echar un vistazo a lo que pasa en España, donde los divos del cine se confabulan para presentarse como facciosos de excepción y gritar «¡No a la guerra!» a través de la televisión oficial. O bien, protestar airadamente contra recortes y corrupción, pero sin señalar (no están locos), la increíble corrupción que implica reducir el análisis de cualquier problema a la más cómoda de sus partes; así ocurre con frecuencia entre los intelectuales, quienes piensan que con educación y cultura todo se resuelve, como si los contenidos de estas no fueran lo verdaderamente importante: ¿de qué sirve la educación relativista, o bien la defensa de unas «culturas autonómicas» que luego no son compatibles entre sí para lograr un proyecto nacional?

Si los norteamericanos tienen la habilidad de pugnar unidos por un solo relato que tenga la eficiencia de aparentar que existe la armonía entre ellos eso no puede reprochárseles, porque eso al final los muestra fuertes frente a sus enemigos de todo el orbe, que no son pocos. Los enemigos de España tampoco son menores, ¿qué se hace desde su pretensiosa y golpeada industria fílmica para contrarrestarlos? Lo mejor del premio español es apenas su nombre, ese sí muy grande: Goya.

 

Manuel Llanes

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