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Sócrates y el chupacabras

Por Redacción
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localcuencanewses/5/5/16
jueves 05 de septiembre de 2013, 23:00h

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Hay un pasaje del libro segundo de «La República» en el cual Sócrates dialoga con sus discípulos acerca de la ficción, así como el papel que esta juega en la formación de los niños, desde el momento en que antes de lo que actualmente llamaríamos educación física los niños escuchan historias, por lo general ficticias, «aunque haya en ellas algo de verdad».

Sócrates explica que el principio es un momento clave en toda obra, sobre todo cuando se trata de niños, muy sensibles a la impresión que se pueda dejar en ellos. Luego hace una pregunta:

 

«¿Hemos de permitir, pues, tan ligeramente que los niños escuchen cualesquiera mitos, forjados por el primero que llegue, y que den cabida en su espíritu a ideas generalmente opuestas a las que creemos necesario que tengan inculcadas al llegar a mayores?»

Sócrates está convencido de que los niños no deben tener acceso a cualquier tipo de historias. De hecho, sus ejemplos tienen qué ver más que nada con Homero y su retrato de los dioses y los héroes como intrigantes, apasionados y presas de los impulsos más bajos, como la traición y la ira. En pocas palabras, Sócrates se oponía a todo aquello de lo cual la literatura actual se envanece. ¿O no es acaso la literatura reivindicada actualmente como una de las mayores rebeldías, por su celebración de lo profano y su iconoclastia?

Por eso, Sócrates defendía la idea de vigilar (¿y castigar?) a los constructores de mitos, a nuestros escritores, porque sabía la influencia que la ficción literaria podía ejercer en quienes tenían acceso a ella indiscriminadamente. Mírese si no:

«Debemos, pues, según parece, vigilar ante todo a los forjadores de mitos y aceptar los creados por ellos cuando estén bien y rechazarlos cuando no; y convencer a las madres y ayas para que cuenten a los niños los mitos autorizados, moldeando de este modo sus almas por medio de las fábulas mejor todavía que sus cuerpos con las manos. Y habrá que rechazar la mayor parte de los que ahora cuentan».

A Sócrates le escandalizaba, sobre todo, que se mostrara a los dioses como capaces de tomar formas diversas, todo ello para pasar desapercibidos en sus correrías, no pocas veces de índole sexual. Dioses que aprovechaban su poder para seducir y calmar sus ansias, como en la historia del anillo relatada por Trasímaco en la ya citada «República»:

«Y que tampoco las madres, influidas por ellos [los poetas], asusten a sus hijos contándoles mal las leyendas y hablándoles de unos dioses que andan por el mundo de noche, disfrazados de mil modos como extranjeros de los más varios países. Así no blasfemarán contra los seres divinos y evitarán, al mismo tiempo, que sus niños se vuelvan más miedosos».

Una sociedad anticlerical como la nuestra difícilmente entenderá esa salvaguarda que el ateniense pretende ejercer en torno a las figuras divinas. De la misma forma, una intelectualidad que abomina de la censura (excepto cuando se le aplica al adversario) no entenderá la inquietud de Sócrates y su deseo de prohibir determinado tipo de relatos blasfemos.

Sin embargo, creemos que pocos estarán en desacuerdo con la última parte: «y evitarán, al mismo tiempo, que sus niños se vuelvan más miedosos», cuando cotidianamente tenemos que convivir con la superstición de buena parte de la gente de nuestros países. Un pensamiento mágico desatado precisamente a espaldas de la iglesia católica (como hemos explicado en otras ocasiones) y que se recrudece a medida que esta confesión, que le sirve de muralla a la superchería, se debilita.

¿Qué habría dicho Sócrates del nefasto chupacabras, para algunos el bulo que desvió la atención de la actualidad política en México? ¿O bien, de programas como el muy popular «Cuarto Milenio»? Estamos nada menos que ante la ficción (una de sus variedades) desatada, para consumo de un público afecto a las explicaciones más inverosímiles de los fenómenos más cotidianos.

Desde luego, no se trata de instaurar, sin más, medidas para una censura más eficiente, sino de entender que, a pesar de su pátina de prestigio, los contenidos de la llamada cultura no tienen por qué poseer la inocencia que, con candor, se les atribuye.

 

 

Manuel Llanes

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